El país de las últimas cosas

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

La vida después del apocalipsis

El film se centra en lo que marcó los principales hitos del libro y opera más por acumulación que por sedimentación.

A Alejandro Chomski le gustan los desafíos. Luego de haber adaptado la novela de Adolfo Bioy Casares Dormir al sol (2012) y de incursionar en la comedia con la extraña Maldito seas, Waterfall (2016), el realizador lleva al lenguaje de las imágenes y los sonidos El país de las últimas cosas, la novela distópica que Paul Auster publicó en 1987 y, desde entonces, integró la lista de textos a priori imposibles de filmar. Escrita a la manera de una extensa carta en la que una mujer resume sus meses en una ciudad innominada destruida por una crisis total, El país…fue interpretada como una alegoría sobre las consecuencias del capitalismo salvaje, como la consumación definitiva de un “sálvese quien pueda”. Resonancias que no aparecen en esta película que, ante la inevitable necesidad de recortar, opta por centrarse en las situaciones que marcan los principales hitos de la novela.

Si en el libro todo transcurría en un lugar sin tiempo ni ubicación definidos, aquí la acción tiene lugar en una Buenos Aires atemporal cuya escenografía luce como Stalingrado durante 1943: una ciudad rebosante de incendios, y hombres y mujeres que vagan sin rumbo, ganándose el (poco) pan como pueden, y donde los límites éticos y morales brillan por su ausencia. Un diseño post-apocalíptico representado mediante un correcto trabajo visual, en un estilizado blanco y negro, y con tomas áreas donde se aprecia la ruina generalizada en que se ha convertido la ciudad portuaria.

Hasta esa tierra donde hay recolectores de cadáveres de la calle, y los suicidas se dividen en “corredores” -que corren hasta caer redondos- y “voladores” -que se tiran de cabeza al pavimento desde terrazas-, llega Anne Blume (Jazmín Diz) en busca de su hermano periodista, quien partió para una cobertura de la que no envió ni una palabra. Una tarea imposible, en tanto es probable que haya muerto hace tiempo y, por lo tanto, terminado en uno de los crematorios usados para generar la poca energía eléctrica que abastece las ruinas.

El guion –escrito por Chomski con la tutela de Auster, según la información oficial– recurre a una voz en off para resumir las rugosidades de los primeros tiempos de Anne allí, para luego concentrarse en los tres puntos centrales de la novela: su convivencia con una anciana avezada en el arte de la recolección de objetos para revender y su libidinoso marido, su posterior llegada a una biblioteca timoneada por rabinos donde conoce a Sam (el mexicano Christopher Von Uckerman), un periodista enviado para averiguar el destino del hermano de Anne, y una parte final en un caserón que opera como refugio temporal de desamparados y en el que ella termina trabajando como asistente de quien regentea el lugar, Victoria (la portuguesa María De Medeiros).

Concentración es un término clave, pues el film opera más por acumulación que por sedimentación, impidiendo que Anne adquiera un gramaje emotivo suficiente para que el espectador se preocupe por ella: no hay contradicción entre el instinto de supervivencia y el deseo de rendirse que atraviesa el texto original, así como tampoco esa sensación de pestilencia ubicua, de desesperanza crepuscular. Es, más bien, un grupo de personajes con múltiples acentos que entran y salen de su vida sin dejar huella, pasajeros de un tren cuya última estación, sin embargo, es la posibilidad de un futuro mejor.