El país de las últimas cosas

Crítica de Cristian A. Mangini - Funcinema

FRAGMENTOS EN RUINAS

El país de las últimas cosas es la última película de Alejandro Chomski, pero también la adaptación de una novela epistolar de Paul Auster. Quien haya leído al notable autor norteamericano sabe que, como la mayoría de los autores posmodernos, adaptarlos al cine puede ser una odisea imposible en función de su fragmentación estilística y ambigüedad narrativa. También tiene su lado positivo: esta misma ambigüedad puede adaptarse a distintos contextos si el guion está pulido. Pues hay otro problema, esta novela es, como dijimos, epistolar, y la construcción del punto de vista puede resultar problemático en función de hilvanar una narración y no perder detalles importantes. Esto es para decir que el film de Chomski, que fue presentado en el último Festival de Cine de Mar del Plata en la sección “Fuera de competencia”, tiene notables irregularidades narrativas a pesar de sus buenas intenciones y una primera parte atmosférica y sofocante.

El país de las últimas cosas es una distopía y como tal tiene un eco más presente en el panorama actual que en 1987, cuando fue editada la novela original. Cómo Chomski construye este escenario desde un blanco y negro sobrio, con ocasionales retazos de color, es inmersivo. A diferencia de otros films distópicos, hay aquí un marco de ruinas y desesperación que se palpita en cada plano elegido quirúrgicamente, en particular al describir el panorama urbano. El sonido ambiente contribuye a darle personalidad a esa ciudad perdida sin una identidad definida (además del español es frecuente escuchar otros idiomas dando directivas de convivencia), con el constante ruido de maquinarias a la distancia. Allí se nos pone en el lugar de Anna (Jazmín Diz), que busca desesperadamente a su hermano desaparecido mientras trata de sobrevivir en un pequeño monoblock. Tras sufrir acoso y hostigamiento escapa y en el transcurso conoce a Sam (Christopher von Uckermann), un periodista que intenta conectar información y escribir un libro sobre la ciudad refugiado en una biblioteca. No hay una clara identidad estatal o paramilitar, ni un empresario malvado con cigarro que mira todo desde la cima de algún rascacielos, pero la persecución en ese mundo donde gobierna el más fuerte es constante.

El vínculo entre Sam y Anna evoluciona en un amorío que les da fuerza para sobrevivir en ese ambiente hostil, pero una trampa pondrá en riesgo la vida de la joven, que apenas sobrevive gracias a un grupo de samaritanos que rescata gente de las calles. Y podríamos partir en dos la película de una forma tangencial, porque es aquí donde comienza a derrumbarse. A pesar de no perder la sordidez descriptiva, la casa no ofrece un marco tan sólido como las ruinas de la ciudad o la biblioteca, además de enmarañarse en presentar personajes que nunca toman relevancia y son claves para el desenlace de la historia. En este punto el film se vuelve disperso, confuso y el punto de vista se maneja arbitrariamente. Apenas da vigor a esta segunda parte el personaje de Victoria (María de Medeiros) y su vínculo con Anna. En el film como en el relato la sexualidad es representada como el último refugio en un mundo donde uno no es dueño ni de sus propios restos.

El final abierto le da a este film errático una imagen contundente para despedirse, pero no logra conectar con todas las partes de la historia. Hay sin lugar a dudas una buena construcción de climas, pero el relato no termina de atravesarnos con el sufrimiento y la supervivencia de Anna.