El otro hermano

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Un abismo donde puedan caber todos

Desde una claridad formal que le distingue como un enorme cineasta, el film de Caetano se sumerge en una corrupción moral que toca a todos. Sbaraglia y Hendler ofrecen con sus personajes un contrapunto que es necesidad recíproca.

Si la figura del hermano es pasible de considerarse una réplica no exacta, suerte de doble con quien compartir sangre, historia y familia; la expresión "otro hermano" ya es más compleja, apela a un reflejo distorsionado, escondido y a la vista, capaz de trazar un ánimo quebradizo entre esas mismas palabras: sangre, historia, familia.

Desde esta premisa, habrá que ir con cuidado cuando se arribe al pueblito chaqueño Lapachito, donde Duarte (Leonardo Sbaraglia) espera la llegada de Cetarti (Daniel Hendler). Resulta que la madre y hermano de éste fueron muertos de manera despiadada. Pero Cetarti apenas se conmueve, si es que lo hace. Antes bien, el vómito con el que acompaña el reconocimiento de los restos parece consecuencia de asco, sólo eso.

Duarte le dice que hay un seguro por cobrar. Lo mira fijo, unos segundos, y agrega: ¿Tenés alguna discapacidad? ¿No? Qué lástima. Con ese ardid, explica, podrían cobrar más guita. La cara de Cetarti, en tanto, arroja dudas. Hendler está inexpresivo, cansino y transpirado; su personaje no ofrece pistas claras: ¿está en Lapachito por la tragedia?, ¿el dinero?, ¿qué es lo que ha hecho en Buenos Aires? Dice que lo echaron de su trabajo, de empleado público, porque no hacía nada donde no había nada que hacer.

El Duarte de Sbaraglia, en tanto, fue parte del estado. Del terrorismo de estado. La impunidad en sus decires y acciones las disfraza con gestos entradores y verborragia. Los dientes le brillan amarillos bajo el bigote, cuando ríe. Se nota que es una rata. Mientras dialoga con Cetarti, lo que se esboza es un propósito para el que habrá que esperar su dilucidación. Porque los perros, así como la gente, se acostumbran con el tiempo a las pastillas, se repite en el film. Pastillas o droga o simples calmantes, tragar tanta basura parece provocar cierta inmunidad. Pero ojo, nada es lo que parece. El doblez de cada uno está a la espera y trazará relaciones con los otros.

El otro hermano podría ser caracterizada como la puesta en escena de un estado somnoliento, de abulia que se inflama.

Caetano inscribe El otro hermano en la línea del cine negro, en una relación fronteriza, de moralidad permeable, entre los personajes. Los motivos por los cuales hubo un asesinato no serán tan importantes como las esquirlas oscuras que éste arroja. Todos serán tocados de una u otra manera. Los cuerpos exhiben estas marcas, desde cicatrices a malformaciones y heridas recientes. La violencia está latente, agazapada. Se esconde tras una puerta falsa. El dinero, en tanto, es el móvil deseado, el aliciente que todo lo valida.

Como se trata de un cineasta magistral, con conciencia de los recursos cinematográficos, Caetano es capaz de hacer una película que catalice -sin ser su voluntad profesa‑ una radiografía social. El film opera como una visión de rayos X, que atraviesa y desnuda lo que se esconde o disimula. Nadie es inocente de nada, tampoco ingenuo. Los resortes del drama hacen de Lapachito un micromundo de miseria a partir del cual trasladar una mirada crítica que sea extensiva. El crimen como lugar que desmantela la hipocresía social es el nudo del film de Caetano, y es ésta, y no otra cosa, la esencia del cine negro.

Changas oportunas, avivadas y extorsiones, operan como el día a día. El dinero, ese bien preciado, descansa en el banco, con custodio policial. Para meterse allí, hay que ser criminal también. Es por eso que hay algo que no está bien, que se huele podrido porque está metido bien dentro del seno social. Duarte, Cetarti y los demás, no son más (ni menos) que sus expresiones anímicas y violentas, apenas la punta de un iceberg indecente.

Si bien no faltarán los momentos álgidos, de decisiones brutales, El otro hermano podría ser caracterizada como la puesta en escena de un estado somnoliento, de abulia que lentamente se inflama. A veces, alguno de los personajes exhibe un costado más sensible, como destellos de una luz que pugna aún entre tanta podredumbre. El desenlace se desgrana en agresión y elige cifrar lo visto en un plano último que es, justamente, el de un reflejo trastornado, a través de un espejo, como devolución de una contracara que obliga, a su vez, a mirar del revés.