El ocaso de un asesino

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Melodías de una vieja canción crepuscular.

¿Qué hace un asesino cuando no trabaja? Según la película de Anton Corbijn, puede por ejemplo enamorarse y reblandecerse, lo que es muy malo para el ejercicio correcto de su oficio. El asesino a sueldo no tiene paz: el horizonte blanco de una vida burguesa, con una cabaña en medio de un bosque nevado con el que arranca la película, es un espejismo que parece pergeñado en una agencia de publicidad. Tarde o temprano la dura realidad del killer termina por imponerse y la persona que menos lo espera puede terminar con un disparo en la nuca. El ocaso de un asesino es la historia de un hombre hundido en el torbellino de su actividad. Pero ese trabajo de consecuencias peligrosas, ante el cual el contacto con los demás se yergue como un territorio de acceso vedado, resulta ser la única cosa en el mundo capaz de proporcionarle un sentido de lo material, de lo tangible.

En su nueva misión, que acepta casi a regañadientes, Edward va a parar a un pueblito de provincia en medio de la región de Los Abruzzos, en el centro de Italia. Esta vez, como se le informa, ni siquiera tiene que tirar del gatillo. Recoge de la oficina del correo una encomienda en la que hay un rifle desarmado en piezas relucientes. De lo que se trata entonces es de ensamblar el arma y pasársela a la persona encargada de ejecutar el asesinato, en este caso una mujer. De manera sorpresiva, la película de Corbijn se despliega en una espera impenitente, habitada por el espíritu de repetición propio de los actos que podríamos llamar cotidianos: dormir, tomar un café, hacer ejercicios físicos, cenar frente a un aparato de televisión, caminar por los alrededores, visitar a una prostituta. Despojada de todo rastro de glamour o de gracia, la actividad de Edward adquiere sin que nos demos cuenta una tristeza ontológica, una resignada desesperación que el director alimenta con ráfagas casi imperceptibles de música y con el uso de una luz imbuida de una frialdad nocturna y terminal.

Edward lleva en su cuerpo el tatuaje de una mariposa y la bella prostituta Clara lo llama, a veces, el Signore Farfalla o Mr. Butterfly. Para todo el mundo es “el americano”, título original de la película que alude a su carácter de extranjero, de outsider: es “el otro” por excelencia, el extraño. El ocaso de un asesino no se priva de ofrecer parpadeos de una comicidad distante y espectral para delinear el espesor de su personaje: en un bar, Edward está sentado a la mesa mientras se oye de fondo la canción de Renato Carosone Tu vuò fa l’ americano: “Te hacés el americano”. De nada se puede estar completamente seguro. Edward, ¿es o se hace? Lleva una cámara como coartada e informa que se encuentra en el pueblo en su calidad de fotógrafo de una publicación norteamericana. Pero, en realidad, el asesino ni siquiera tiene patria; no es como los demás, su actividad lo aparta de los que lo rodean y de sus asuntos. De algún modo, y acaso a su pesar, está ungido con el halo de un misterio inconsolable, quizá aquello mismo que atrae al cura del pueblo desde que lo conoce, impelido por su oficio a la caza de pecadores. Lo cierto es que quien lo toque, quien intente llegar a él del modo en que lo hace Clara, por ejemplo, solo obtendrá una cáscara. El hombre pareciera desvanecerse, incapaz de encontrar sosiego ni felicidad algunos. George Clooney, protagonista y productor de la película, compone una máscara a través de la cual se filtran retazos de una identidad posible, señas fugaces que dan cuenta de la opacidad esencial de lo que se conoce como realidad, concentrada esta vez en el semblante de un solo hombre. La película hace de ese hombre un caso único pero, al mismo tiempo, no deja de señalarlo como un probable caso testigo.

En los tramos finales, Edward marcha rumbo a la imagen trémula de una mujer, Clara, recortada contra la luz, en un paisaje digno del Edén: más que una mujer, se trata de “la mujer”, un arrebato platónico que se presenta como un conjuro, una visión surgida de entre los pliegues de la fiebre y del dolor a partir de la urgencia que se cuece ante la inminencia del fin. En la película, las tres mujeres que se cruzan en la vida de Edward están interpretadas por actrices que se parecen: su amante del principio, su contacto y Clara podrían ser variaciones de un mismo rostro. La mujer resulta más bien una idea, la perspectiva desde la que es posible observar un mundo diferente. Lo otro, lo que queda, es apenas una errancia infecunda, el vagabundeo por la superficie palpable y desolada del mundo. ¿Es una broma inclasificable o una torpeza supina la mariposita que aletea a la izquierda del plano? Cualquiera de las dos cosas no termina de funcionar como metáfora y el gesto se pierde enseguida en su propia intrascendencia: la tragedia de un hombre no puede encontrar redención en la cursilería.