El nombre

Crítica de Fernando López - La Nación

El ciclo es conocido: cuando una pieza teatral, más exactamente en este caso una comedia de costumbres con mucho de teatro de boulevard, llega a ser un gran éxito en escena, el paso más o menos inmediato es su traslación al cine, preferentemente con el elenco que la hizo popular y con las adaptaciones necesarias para que en la pantalla el efecto se repita. Como los adaptadores de El nombre , la pieza que actualmente se representa en el Multiteatro, son sus propios autores, han podido moverse con toda libertad; al fin y al cabo nadie mejor que ellos conoce a sus personajes y además han tenido mucho tiempo para percibir las reacciones de los distintos públicos, de modo que están perfectamente habilitados para cortar aquí o allá, hacer añadidos donde lo juzgan conveniente y prestar especial atención a las situaciones que la platea celebra más ruidosamente. Hay que reconocerles que en ese sentido han actuado con astucia considerable: no intentaron disimular el origen teatral del texto ni vestirlo con una sustancia que no tiene sino explotarlo de manera que la acción fluyera con vivacidad respetando el aceitado mecanismo de su construcción dramática. Lo mismo que en el original, los conflictos se van sucediendo, involucrando a distintos participantes; cada cambio de rumbo está estratégicamente ubicado y cada personaje (es decir, cada actor) tiene su oportunidad de lucimiento, su escena de bravura.

Son un grupo de amigos reunidos en una velada en la que se charla, se bromea, se discute y se riñe y a lo largo de la cual van revelándose diferencias, malentendidos, pequeñas o no tan pequeñas divergencias y algunos secretos resentimientos y destapándose algunos asuntos que se mantenían ocultos. La referencia más inmediata es otra pieza teatral también llevada al cine, Un dios salvaje , de Yasmina Reza, pero en todo caso aquí más que escarbar en los prejuicios y las hipocresías que esconde la cortesía mundana de burgueses civilizados lo que se busca es hacer reír observando con ligereza y diálogos ingeniosos las conductas de nuestros semejantes, sus conformismos y sus prejuicios, sus defectos y sus debilidades. Réplicas oportunas y diálogos no tan filosos como ocurrentes sirven a ese propósito. La risa es frecuente, si bien el ritmo se resiente un poco cuando el mecanismo empieza a repetirse más de la cuenta.

Con buen tino, los autores han añadido un prólogo que informa sobre los antecedentes de los personajes: los cinco que habitarán el living en donde transcurre toda la acción más la madre de los hermanos, papel a cargo de Françoise Fabian, la inolvidable Maud del film de Eric Rohmer. No es un recurso novedoso, pero anticipa el tono ligero que adoptará el film.

Vincent y Ana están próximos a ser padres, y ya han elegido el nombre que le pondrán a su hijo. Ese es el tema que enciende la primera diferencia cuando el hombre llega (solo, su esposa está retrasada), a la casa de su hermana, Elisabeth, y su cuñado Pierre, ambos docentes. Han sido invitados a cenar, lo mismo que Claude, un común amigo de la infancia. Pero el nombre que anuncia genera el rechazo de todos y ahí empieza a discutirse de cualquier cosa. Concluido ese tema, ya habrá otros (más o menos nimios, más o menos creíbles), para que este inesperado juego de la verdad dispare sus municiones, cause heridas superficiales, deslice algunas pequeñas verdades, provoque risas y entretenga.

Por supuesto a los actores, todos creadores del éxito escénico salvo Charles Berling -una bienvenida incorporación-, les sobra autoridad y simpatía para convencer con sus personajes. Y a los directores, cierta habilidad para que el encierro en una única escenografía no incida en el resultado final..