El muñeco diabólico

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Juguetes bravos eran los de antes, Chucky

Sin mucha convicción, el film actualiza de modo pobre, sin aristas molestas y con corrección política, al más famoso de los muñecos psicópatas: Chucky.

Era cuestión de esperar para una nueva versión de Chucky, pasadas ya por un mismo tamiz las demás sagas ochenteras del terror: Noche de brujas, Pesadilla, Martes 13, entre otras. Si en el caso pionero, y ejemplar, la cuestión del muñeco con vida se resolvía por medio de la transmigración; aquí podría decirse que más allá del ardid elegido, no hay alma que quepa. Entonces, cuando la película no tiene alma, sólo queda cáscara. O lo que es lo mismo, una película como ésta.

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El film original es de 1988, cuenta con seis secuelas y es curioso que la última de ellas -Cult of Chucky- sea de 2017. De todas maneras, borrón y cuenta nueva. O dos universos paralelos, porque el papá de la criatura, Don Mancini -principal guionista de la saga, director de varias de las entregas- fue relegado del reboot. Aun así, se sabe, hay cuestiones latentes con las cuales habrá de verse esta nueva versión del clásico del género de terror, y seguramente Mancini esté riendo entre sombras. Entre ellas, las que supo cimentar el primero de los capítulos, dirigido por Tom Holland, responsable también de ese título de culto que es La hora del espanto (Fright Night) y de aquella pequeña buena película que continúa siendo Thinner, sobre novela de Stephen King.

En la Child's Play original, el título honra la propuesta, con protagónico de un niño de 6 años (Alex Vincent) que se encuentra aquejado por la falta de un padre, una madre sobreocupada, la amistad propuesta por la televisión, y el merchandising que ésta ofrece: un niño juguete con el cual hablar. (Tonterías semejantes son las que todavía suceden, y cierta televisión es la que continúa en ese sendero.) Así las cosas, el muñeco en cuestión habrá de albergar la venganza de un asesino cuya alma éste se encarga de transmigrar durante la primera secuencia del film. Mejor todavía, el psicópata en cuestión es Brad Dourif, y es en medio de una juguetería en donde practica el rito que le permite sobrevivir a la balacera. El cielo se pone oscuro, hay nubarrones y relámpagos, con suficientes toques frankensteinianos. A partir de allí, las travesuras y -ojo- los muchos toques incorrectos, como lo supone el encierro del propio niño en un psiquiátrico. Cosas así ya no se ven.

En este sentido, la carga supuesta por el Chucky de origen aquí no es más que una mera sombra que mejor será olvidar. La crisis de soledad se traduce ahora a un casi adolescente, sin papá y con mamá ocupada por el trabajo y con un novio detestable. A su vez, el muñeco maldito tiene otra génesis, y aquí estriba tal vez lo único más o menos destacable: es el maltrato empresarial el que lo produce. De todos modos, la venganza del empleado pareciera estar desorientada, porque al alterar el ADN electrónico, evidentemente no mide demasiado ninguna consecuencia.

Pareciera que es este muñeco amistoso lo único que saca, mínimamente, a Andy de su letargo de teléfono celular.

Este "defecto de fábrica" aparece como lugar desde el cual justificar la llegada del "nuevo hermanito": a punto de ser desechado, allí la oportunidad de la mamá sin un peso, empleada a su vez en ese mismo lugar en donde se venden estos amiguitos de plástico al por mayor. Una vez llegado al hogar, lo que a Andy (Gabriel Bateman) le supone primero una pérdida de tiempo, terminará por significar de otra manera. Los ojos rojizos del muñeco aprenden rápido y saben cómo adoptar la mímica para el cepillado de dientes o el uso del cuchillo de cocina. Pareciera que es este muñeco amistoso lo único que saca, mínimamente, a Andy de su letargo de celular. Y sí, desde ya, "Andy" no deja de ser nombre que guiña hacia el de ese otro niño protagonista y dueño de juguetes en Toy Story. Y vale agregar: si el gran Brad Dourif era la voz del Chucky original, aquí lo es Mark Hamill (desde ya, a hacerse de paciencia si lo que se quiere es oírle a él, adocenados como están los cines ahora con funciones en idioma castellano: sólo Showcase ofrece una única función en inglés).

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Andy labrará un grupo de amigos, trabará cierta amistad con el policía del edificio, y habrá de resolver los entuertos que sus deseos en voz alta provocan. Como si se tratara de un ángel vengador, el nuevo Chucky no hace más que cumplir con lo que el niño profiere. Así, hace lo que los otros consideran "divertido" (mientras miran The Texas Chainsaw Massacre II, homenaje a Tobe Hooper y una de sus mejores películas) o "necesario". Todo sea por cuidar de Andy. Cuando éste se da cuenta, ya es demasiado tarde. En este sentido, por supuesto que la figura del padrastro es la de la amenaza, tal como lo estipulan los cuentos de hadas, pero la caracterización que de éste el film esconde es ciertamente poco feliz, ya que lo moraliza y castiga. Eso sí, la manera desde la cual lo hace resulta ser el mejor de los gags truculentos de la película que dirige el noruego Lars Klevberg.

Lo que queda, en síntesis, es una película bastante chiquita, de estimable bajo presupuesto -esto es algo que se agradece-, pero sin el encantamiento que guardaba la anterior. No hay alma. Es un Chucky descarnado, que además elige bautizarse así sin demasiada convicción. Aquel otro muñeco resultaba extrañamente adorable. Vestido igual que el pequeñito que lo cuidaba, a quien le dictaba órdenes al oído. El oído de Andy, justamente, no escucha muy bien. Seguramente, un guiño desde el cual establecer distancia con el film precedente. Pero no alcanza. La sombrita que proyecta el Chucky original es larga, y mete mucho más miedo (con la artesanía admirable de Kevin Yagher) que las muecas poco inspiradas del nuevo film. Eso sí, el nuevo Chucky goza también de la artesanía del animatronic, y esto es algo que, entre tanto cine de pura raigambre digital, se agradece también. Pero poco más.