El muñeco diabólico

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Chucky vuelve más sangriento que nunca

Siete películas y treinta años después del original, el nuevo regreso del muñeco maldito lo encuentra abrazando la comedia negra y los apuntes sociales.

El 2019 es un año de regresos –algunos, esperados y siempre bienvenidos; otros, inexplicables y fácilmente olvidables– a la pantalla grande. A lo largo de los últimos meses desfilaron por las salas de todo el mundo desde el inoxidable Rocky Balboa y la niñera voladora Mary Poppins, hasta el elefantito igualmente volador Dumbo, Aladdin, el lagarto Godzilla, los Hombres de Negro y los juguetes de Toy Story. Si todos esos personajes instalados en el inconsciente colectivo volvieron en películas que intentaron (con mejor o peor suerte) insuflarles un aire acorde a los tiempos que corren, ¿por qué no habría de producirse, siguiendo esa línea de lavado de cara modernista, el regreso del muñeco maldito más famoso?

Desde ya que “maldito” no implica necesariamente aterrador, tal como demuestra el arco recorrido por Chucky desde la seminal El muñeco diabólico (1988) hasta un presente que, siete películas y treinta años después, lo encuentra abrazando la comedia negra y los apuntes sociales, como si el pequeño pelirrojo hubiera sido moldeado no por Don Mancini sino por un George Romero juguetón.

La operación narrativa es la misma que la de otros tantos productos recientes de sagas populares: una historia que funciona menos como secuela que como reinicio y alrededor de la cual se colocan calculadas referencias al universo previamente construido. En todos ellos hay cambios. En la mayoría, de rigor y cosméticos. De esa mayoría se despega el guión de Tyler Burton Smith ofreciendo cambios que son como son –y están donde están– para resignificar y ampliar sentidos antes que para reducirlos o encauzarlos en un único carril interpretativo. Película consciente de su tiempo, El muñeco diabólico arranca ya no con un asesino en serie que en plena agonía traslada su alma a la criaturita de plástico mediante un rito. Lo hace con un pobre empleado vietnamita que, antes de ser echado de la fábrica por baja productividad, deshabilita todos los protocolos de seguridad de la línea de producción de los muñecos Buddi, incluyendo aquellos relacionados con la violencia. Sin realismo mágico ni hechizos vudú de por medio, la maldad es una consecuencia mecánica, una falla inducida del sistema.

Los Buddi son furor de ventas en tiendas de regalos y supermercados. Lucen amistosos y queribles, y permiten controlar los dispositivos hogareños pertenecientes a la misma empresa multinacional que los fabrica: televisores, equipos de música, aires, computadoras… Todo puede ser manejado mediante los mecanismos internos de los muñecos. ¿Alguien dijo Google? Imposible no pensar en el emporio digital, algo que la película sugiere pero nunca subraya. Los Buddi también prometen compañía para chicos solitarios como Andy (Gabriel Bateman). Hijo de una empleada de supermercado (Aubrey Plaza) y con un problema de sordera que lo obliga a usar audífonos, Andy no es precisamente popular, y rápidamente se encariñará con el regalo de su madre. Un regalo que había sido devuelto y tenía como destino la destrucción, y que ella consiguió amenazando a su jefe con develar el affaire que tiene con una compañera.

Las cosas en casa dejarán de ser lo que eran cuando el autodenominado Chucky (voz de Mark Hamill), lejos de ser el ente autónomo de la versión original, empiece a comportarse siguiendo los modos y formas de Andy: lo que él dice, Chucky lo ejecuta. El problema es que no está programado para entender las hipérboles y el sentido figurado de las frases. Así, ante la primera queja sobre el novio de mamá, el muchacho será boleta. Lo mismo que el pobre gato familiar, en uno de los primeros de varios pasos de comedia negra que predominan en la segunda mitad del metraje, especialmente en el largo acto final que transcurre en un supermercado. Allí El muñeco diabólico –película y personaje- exhibe su faceta más desprejuiciada y deliberadamente berreta, convirtiéndose en un remedo trash de la serie Black Mirror, con hectolitros de sangre chorreando en medio de una marea deseosa de vaciar las góndolas. Una marea que, de haber tenido zombies en lugar de humanos, podría corresponder a una escena de El amanecer de los muertos.