El muñeco diabólico

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

La nueva versión de Chucky es una adaptación del legendario muñeco maldito a los tiempos de la inteligencia artificial, la internet de las cosas y la Big Data. Bien podría figurar en un capítulo de la serie Black Mirror.  Su maldad ya no proviene de una posesión demoníaca sino de una falla del software. 

Sin embargo, la diferencia entre ambos tipos de maldad no es tan radical como se supone.  Una de las virtudes filosóficas –dicho sin ironía– de Chucky: el muñeco diabólico consiste en ilustrarnos acerca de que el mal natural y el sobrenatural tienen un factor común: el poder. Es decir: la capacidad de afectar a los otros. 

Es el poder potencial de un objeto lo que constituye su eventual grado de perversión, esté o no esté poseído por un demonio. En este caso, el muñeco tiene el poder de conectarse con la red de información y artefactos electrónicos inteligentes vinculados a la empresa tecnológica Kaslan. 

Si bien más que la categoría de robot, a este muñeco le correspondería la de androide, también se le pueden aplicar los tres principios que estableció Isaac Asimov para la robótica: “1)  Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.  2) Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entrasen en conflicto con la primera ley. 3) Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley”.

El primero de esos principios fue inhibido de programa de Chucky y, por ende, los dos siguientes también. 

Sin embargo, lo que sostiene el interés de la trama no es ese defecto de programación, sino el hecho de que el muñeco no pueda discernir entre las simples expresiones de enojo formuladas en forma de deseos y los propósitos específicos del niño que por casualidad se transforma en su dueño. Es decir: no distingue cuando dice que le gustaría matar a alguien y el deseo efectivo de matarlo.

Ese el otro problema filosófico que propone la película: ¿puede una inteligencia artificial distinguir no solo entre expresiones literales y figuradas sino también entre las expresiones de furia y los propósitos intencionales declamados en voz alta?  Si quiere aprobar el test de Turing debería hacerlo. 

Por supuesto que las respuestas a esos dilemas no forman parte del contenido dramático bastante previsible de las escenas que componen la historia total del filme. 

Como en muchas películas comerciales norteamericanas, la línea de acción y la línea de reflexión se separan en un punto y no vuelven a juntarse nunca. 

Lo que deja Chucky: el muñeco diabólico como producto de ficción es una combinación de estética ochentosa y de fórmulas de terror ya probadas. En cambio, resulta muy instructivo sobre temas que no necesariamente deben buscarse en un manual de filosofía.