El mundo según Barney

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Dispositivos de tortura.

Parece que hay una nueva tendencia que ya está bastante consolidada: películas que torturan física y psicológicamente a sus personajes hasta los límites más insospechados. El cine de Mariano Cohn y Gastón Duprat, de Michael Haneke o, en menor medida, de los hermanos Coen, son claros síntomas del malestar de películas que se conciben a sí mismas como un dispositivo de sometimiento de las criaturas que habitan en su interior. No se trata de si una historia contiene algún componente de crueldad o no, porque en los casos que nombro lo cruel no es algo que se dé únicamente al nivel de la historia sino que también se lo percibe, justamente, en la relación que la película entabla con el relato y sus personajes. Alcanza con ver los primeros minutos de Yo presidente para entender que Cohn y Duprat (autores de una coherencia envidiable) hacen lo mismo que en Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo desde su ópera prima: un presidente obligado a posar frente a cámara mientras que la película se mofa de su gesto congelado extendiéndolo de manera innecesaria. Lo que pasa en los planos que muestran a Alfonsín haciendo un gesto con las dos manos juntas no tiene nada de cruel, pero la forma en que la película se ríe de eso, sí. Algo similar ocurre con la mosca que sobrevuela insistentemente la cara de Menem: nos reímos porque es Menem y porque recordamos la famosa avispa, pero el plano, en el que el ex presidente no dice nada y solamente espanta a la mosca, está puesto en el metraje exclusivamente para burlarse de él y, obvio, para invitarnos a nosotros a que lo hagamos a la par de la película. El mundo según Barney viene a inscribirse en esta tendencia.

El problema de esas películas y de la adaptación de la novela de Mordecai Richler dirigida por el ignoto Richard S. Lewis es que someten a sus personajes a un sinfín de penurias y se amparan en una especie de justificación moral del sufrimiento: como tantas otras víctimas, Barney, aunque no deja de ser un buen tipo, en cierta medida merecería que le pase todo lo que le pasa. Por dejado, por cómodo, por inocente, por cínico, por calculador, etc; en la película el personaje constantemente deja ver motivos cuestionables para sus acciones que son los que terminan matizando los golpes que le propina la película. Por ejemplo, cuando Barney quiere divorciarse de su esposa para empezar una relación con otra mujer, se alegra de encontrar a su cóyuge en la cama con su mejor amigo. Entonces, agarrándose de las faltas del protagonista, la miserabilidad del guión no se detiene ante nada ni nadie a la hora de humillar y hacerlo sufrir: tiene que casarse con una mujer a la que no quiere ni un poco porque ella quedó embarazada; esa mujer, desequilibrada y un poco malvada, se suicida y Barney carga con la responsabilidad; acepta entrar en un matrimonio por conveniencia con una mujer rica y estúpida que no para de recordarle que tiene una maestría (esos momentos junto al diálogo que tiene Barney con el padre de la finada y también con su propio padre son algunas de las escenas más misóginas que vi en mucho tiempo); su nuevo matrimonio es pura rutina y aburrimiento y más todavía desde que el protagonista conoce a la mujer de sus sueños ¡en la fiesta de su propio casamiento!; se lo somete al oprobio público más descarnado cuando se lo acusa sin pruebas contundentes del asesinato de su mejor amigo. Entonces, cuando cerca del final asoman los signos de una enfermedad terminal que amenaza con deteriorar cada vez más a Barney y este, después de haber echado a perder su tercer matrimonio (ahora sí, con la mujer que amaba con locura) por culpa de una aventura pasajera, no nos queda mucha capacidad de sorpresa: la película no repara ni siquiera en mostrar detalladamente los estragos que la enfermedad terminal deja tirado por el camino un Barney cada vez más destrozado.

La película pareciera no definir un lugar específico para ubicar al espectador: por un lado lo acerca a Barney, lo coloca junto a él, pero por otro lo hace tomar distancia y lo invita a burlarse de él y a juzgarlo. No el caso del binomio Cohn-Duprat o de Haneke, donde el público claramente ocupa el rol de juez. En cambio, acá pareciera haber una zona franca que propone las dos cosas: amigo o verdugo, o incluso las dos cosas a la vez. Prefiero elegir entre uno u otro papel de los posibles que Lewis me asigna, y en un escenario así, siempre voy a optar por la primera opción, por estar del lado de Barney; no me importa qué tan ruin, torpe o indeseable sea el personaje, cualquier cosa antes de jugar el juego de crueldad despiada que propone una película tan miserable como El mundo según Barney.