El muerto y ser feliz

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

La libertad de ya no ser

Narrador de singulares fábulas urbanas, el realizador español Javier Rebollo (“Lo que sé de Lola”, “La mujer sin piano”), presenta su tercera película, una comedia inverosímil y rara, que no transcurre en algún país europeo sino en la Argentina, rodada en forma de road-movie a lo largo de 5.000 km, desde Buenos Aires hacia el Noroeste argentino.

La película dio su puntapié inicial en 2012, en el Festival de Mar del Plata, donde cosechó muchos elogios. Luego de dos años de atravesar prestigiosos festivales cinematográficos, se estrena finalmente en el circuito comercial.

La propuesta es un particular viaje crepuscular con extraño sentido del humor, que se tiñe de melancolía y salpica de acidez políticamente incorrecta. El protagonista es Santos, un veterano killer profesional (José Sacristán) quien enterado de que le queda poco tiempo de vida se embarca con un cargamento de morfina en un Ford de los setenta para realizar un imprevisible viaje, lleno de enredos y vueltas de tuerca.

A pesar de que participa del formato de road-movie y de tópicos del género policial, la narración no transita por caminos esperables ni conocidos, empezando por la omniprescente voz en off que interactúa y por momentos se anticipa a la acción, lo que la hace un hueso duro de roer para un espectador desprevenido que no esté acostumbrado a formas no clásicas de narración.

En su mirada a las desventuras de un antihéroe y su trayectoria sin mapas, el film oscila entre lo novedoso, lo pintoresco, lo profundo y lo experimental, en un tono que va de lo paródico a cierta tristeza melancólica y leve, que siempre evita la tragedia de la muerte inminente con la que convive.
La libertad de ya no ser

Sin compasión

El punto de vista elegido por Rebollo jamás apela a la compasión sino a la distancia de lo tragicómico. Entre realismo costumbrista y surrealismo, las verosimilitudes se van esfumando y el relato nos hace trampas, mientras aparecen propuestas como la de introducir algunos personajes de forma antojadiza y se imponen conductas inesperadas, como una golpiza en un bar santiagueño, mediada por un paso de baile.

Pero lo que aleja al film de sus defectos y potencia sus virtudes es la actuación de Sacristán. En medio de un guión tan artificioso, el actor logra darle a su personaje toda la humanidad para este viaje hacia la nada o hacia el autodescubrimiento de la libertad de ya no ser, sin pasado, sin futuro ni regreso.

En su primera mitad, el film se ve con interés por la construcción poco convencional de su guión, pero luego la sucesión de situaciones, algunas demasiado oscuras, terminan por abrumar un poco.

Abierta al juego

El tema por antonomasia en el cine de Rebollo es el absurdo como fuerza secreta que acecha y dispersa la existencia, fuerza que también habilita posibles prácticas de libertad. Libertad que Rebollo ejerce respecto de su relato, que no busca mayor cohesión, sino que apuesta por la sucesión de hechos unificados tenuemente por la figura de Santos y su recorrido.

El protagonista, al que ya nada le importa, excepto abandonar su paso por el mundo sin convertirse en un convaleciente hospitalizado y patético, no pierde su intento de coquetear con cuánta mujer joven se le cruza, desde la enfermera joven y bonita que le consigue morfina, hasta la mucama de uno de los hoteluchos de su periplo desconocido.

Quien finalmente lo va a acompañar (Erika), no es pensada inicialmente por su atracción femenina, pero solamente con ella hay una identificacion en la soledad más allá de las palabras. El viaje de Santos no sería el mismo si no estuviera acompañado por ella (la estupenda actriz Roxana Blanco), quien sube por casualidad al Ford del asesino crepuscular. Sobre su vida se sabrá algo casi al final, pero lo que importa reside en la empatía casi inmediata y su paulatino entendimiento.

Aunque cuenta algo profundamente humano, el film exige cierta profundidad de lectura y tiene mucho de exploración formal, pero precisamente es esa complejidad la que convierte a “El muerto y ser feliz” en una película diferente y estimulante. Su evidente voluntad de diferencia tiene mucho que ver con la necesidad de compartir un juego al que también se invita al público, aunque éste pueda no darse por enterado.