El muerto y ser feliz

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Paisajes interiores

Santos es el misterioso personaje que protagoniza El muerto y ser feliz, nuevo opus del español Javier Rebollo, presentado en el Festival de Mar del Plata, y que por un lado orilla en la estructura de una road movie pero además se sumerge en la ambigüedad de los espacios geográficos y mentales con el trasfondo de las rutas argentinas y lugares de nuestra Argentina, como Mar Chiquita o Santiago del Estero, desde la mirada del extraño que le genera a la propia geografía una sustancia distinta a la de la postal básica tan recurrente en el cine foráneo cuando descansa sus ojos en estas tierras.

Santos es un hombre que se ha relacionado con muertes ajenas por profesión ya que su trabajo como asesino a sueldo habla de un pasado donde se sentía a gusto -o por lo menos feliz de hacerlo- y que ahora en su presente lo vuelve a confrontar pero desde otro lugar ya que la sentencia de muerte pesa sobre su propio pellejo al ser portador de tres tumores en etapa terminal.

Ese detalle de vida (o mejor dicho de muerte, según como se lo mire) detona en él la necesidad de fuga en un viaje que gracias a la ambigüedad del relato, donde Rebollo apela al recurso de la voz off para despegarlo del realismo seco e insuflarle dosis de ironía, y altas dosis de renuncia expresa a la verosimilitud, gana intensidad al tomar como punto de partida tanto el viaje literal de la road movie convencional a bordo de un viejo Ford Falcon –con la compañía de una mujer- como aquel viaje por los paisajes interiores de Santos, sus delirios causados por la morfina que debe inyectarse para apañar la agonía y el dolor.

La introducción de una mujer tan enigmática como la caprichosa forma en que llega al camino de Santos funciona para el público como efecto de resonancia, mientras el personaje transita en fuga hacia su crepúsculo con cierta esperanza de despertar en un nuevo amanecer.

Si Santos sueña o delira su aventura arraigada en la falta de memoria y en la necesidad de recordar el nombre de su primera víctima para tal vez partir tan tranquilo como pueda es algo que afortunadamente el director de La mujer sin piano se encarga de mantener en suspenso hasta el final e incluso sin resolución, entregado desde sus decisiones estéticas y sobre todo éticas a perderse en las búsquedas de su protagonista y fluir junto a su conciencia. Eso es lo que hace de este film algo auténtico y honesto como ya lo demostrase en su anterior opus estrenado en el BAFICI hace unos años.