El misterio de Soho

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un Swinging London inquietante

A pesar de sus excesos, su ritmo frenético y sobreabundancia de referencias, el film consigue una mezcla potente y a la que no le falta personalidad.

“Londres puede ser tan agobiante…”, diagnostican varios personajes a lo largo de El misterio de Soho. La propia película puede llegar a serlo. Pero sólo sobre el final, cuando cada nueva secuencia representa una vuelta de tuerca no sólo argumental sino genérica. Film de fantasmas, de asesino serial, giallo all’italiana, terror dark, paráfrasis de Psicosis, cuento cruel a la inglesa, fábula de violación y venganza, regreso al cuento de hadas… y todo eso en los últimos 20 minutos.

Coescrita por Edgar Wright y Krysty Wilson-Cairns y dirigida por Wright, Una noche en Soho muta tanto como su protagonista, y lo hace a velocidad turbo. Llegada a Londres con su sueño y su valijita, cuando el agobio urbano se vuelve demasiado para ella, Eloise produce una fantasía: un otro yo al que le sobra todo lo que a ella le falta. De allí en más la heroína se disocia y Una noche en Soho lo hace junto con ella. Hasta que el relato estalla. Como si uno de los espejos en los que la chica se busca a sí misma se partiera en pedazos, y el film se reflejara en ellos.

En Argentina, tres de las películas que el británico Edgar Wright (Dorset, 1974) dirigió en su país salieron en tiempos del DVD (Shaun of the Dead, 2004, Hot Fuzz, 2007, y Bienvenidos al fin del mundo, 2013). Lo mismo sucedió con su debut estadounidense de 2010, Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños. Una noche en Soho es la segunda que se estrena aquí en cines, luego de Baby el aprendiz (2017). Su cine funciona como una multiprocesadora. En ella Wright mete todo lo que vio y le encantó (a la hora de la cinefilia es tan voraz como Tarantino), la pone en punto 10 y saca de allí un budín decididamente suculento, que lleva su marca.

Los primeros dos actos de El misterio de Soho son algo así como Desayuno con diamantes (poster incluido) + El patito feo (o lo que es lo mismo, Carrie) + una inversión de Cenicienta + Christine, de Stephen King, envuelta en gasas, abullonados y tonos frambuesa. Después viene todo lo catalogado más arriba. Dictamen de MasterChef: el budín de Wright se hace grumos en algunas partes y se apelmaza un poco en otras, pero jamás pierde gusto y personalidad.

¿La historia? Eloise (Thomasin McKenzie compone una heroína de Disney sin caricatura) parte a consumar el sueño que su madre no pudo alcanzar: ser una diseñadora de modas reconocida. Para ello ingresa en la London School Fashion, the top of the top. Allí, armada de su virginidad, sus vestiditos de flores hechos a mano y el recuerdo de su querida abuelita (Rita Tushingham, primera de las tres glorias del cine británico a las que Wright homenajea en vivo), es la presa ideal para las “hermanastras malas” del college, que esnifan, fiestean y se pavonean. Refugiada en sus sueños del Swinging London, como Alicia Eloise ingresa en ellos, hallando a su proyección literal en el espejo: Sandie, rubia ambiciosa y descarada, que vuelve locos a los hombres, y a quien Anya Taylor-Joy -la estrella global más porteña- le regala su mirada triste. Eloise la sigue a todas partes, hace de ella su doble brillante y vive de allí en más una doble vida, la de los soñados 60 y la del duro siglo XXI. Pero los sueños suelen convertirse en pesadillas, y hacia allí se dirige Una noche en Soho a marcha veloz.

Cada vez más afiatado en términos estilísticos, Wright usa cada corte de montaje como motor a propulsión. Los colores son saturados, la puesta exuberante, la banda de sonido pasa de la irresistible “Puppet on a String” a mazazos dignos de Stephen King, la reconstrucción del Swinging London es de ensueño, reina el neón, las capas narrativas se suman… y sobre el final, es verdad, tal vez el postre resulte como diez porciones juntas de Balcarce. En tal caso, siempre mejor el exceso que la falta. Ah, además de Tushingham tienen roles claves un siempre inquietante Terence Stamp y, en su último papel, una Diana Rigg perfectamente irreconocible.