Él me nombró Malala

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Joven y rebelde

Resulta pertinente tomar como estilo documental uno de los trabajos anteriores de Davis Guggenheim para comprender los alcances y limitaciones de su nuevo opus concentrado en la figura de Malala Yousafzai, conocida por su actividad en la militancia contra los talibanes y en pos de los derechos de las mujeres, por ejemplo, en la igualdad de oportunidades en materia de educación y que fuera galardonada el año pasado con el premio Nobel, hecho que la convirtió automáticamente en la personalidad más joven en haber recibido semejante distinción.
Decíamos con anterioridad el efecto espejo de este documental con La verdad incómoda, donde el director centró su mirada en Al Gore y su cruzada ecológica y política contra el calentamiento global, despojado de aristas difíciles y cargado de aspectos positivos entre los que se destaca el día a día o la antesala previa al evento o conferencia multitudinaria.
La misma idea recae en Me nombró Malala -2015- una adolescente paquistaní que por alzar su voz contra los talibanes fue baleada en la cabeza, salvada milagrosamente por los médicos en Londres y portadora de historias y realidades de millones de niñas parecidas a ella y con las mismas inquietudes que no se atreven al enfrentamiento cultural y religioso como el que propone la heroína adolescente.
La Malala celebrity –aspecto que ella no alimenta, sino su entorno- también ocupa un espacio mediático y eleva algunas críticas en su país de origen por haber optado el exilio y planificado su futuro en un país con muchos menos problemas como Londres. Su educación en Birmingham marca el contraste y su rápida adaptación como parte de un proceso que para los ojos orientales implica la traición por los valores de occidente, pero para la protagonista una elección de libertad a secas, aunque también un posicionamiento político y audaz, teniendo en cuenta las permanentes amenazas del régimen talibán si es que pretende regresar con esas ideas.
Davis Guggenheim, en su rol de director, apela al ritmo televisivo y a la puesta en escena convencional, hace de la intimidad de Malala y su familia un espacio poco reflexivo y atractivo para el público, pero de hondo carácter emocional e identificatorio, sobre todo cuando aparece el padre, mentor y activista que decidió ponerle el nombre Malala a la hija como parte de un símbolo de lucha de otra mártir que levantó la moral del ejército afgano cuando los ingleses invadieron bajo la frase “vivir como un león un día y no como esclavo 100 años”.
Al igual que con La verdad incómoda, las limitaciones de Me nombró Malala -2015- recaen en la falta de profundidad del tema, se concentra en un retrato amable y sin contradicciones para terminar vendiendo un producto bienintencionado y catapultar además una biografía que es un best seller asegurado.