Él me nombró Malala

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Una hagiografía didáctica y ejemplificadora

“Quiero que todo el mundo aprenda de mi historia”, se sincera en un momento Malala Yousafzai, aquella estudiante y activista paquistaní conocida luego de que su militancia a favor de los derechos académicos de las mujeres musulmanas le valiera un intento de asesinato por parte de los talibán en octubre de 2012. Recuperada después de largo tratamiento en Londres y amenazada de muerte en su país de origen, con 17 años ya publicó una autobiografía, fue tapa de la revista Time, catalogada como una de las “cien personas más influyentes”, dio discursos en las principales organizaciones internacionales e incluso ganó el Nobel de la Paz el año pasado, convirtiéndose en la más joven en hacerlo. Si había algo que le faltaba para mundializar su carácter de símbolo y saciar sus aspiraciones de que “todo el mundo aprenda” de ella, era ir más allá de la especificidad de sus antecedentes, trascender las fronteras de las páginas de política internacional. Y para trascender, nada ni nadie más próvido que Hollywood, donde hace un siglo se comprendió que, antes que una disciplina artística, el cine es el gran constructor de relatos de la modernidad.Férrea candidata a una nominación al Oscar en la categoría Documental, El me nombró Malala es una película honesta: nunca oculta sus intenciones de constituirse como un proyecto propagandístico y hagiográfico multitarget destinado a presentar a Yousafzai ante el mundo occidental no familiarizado con las guerras en Medio Oriente. No por nada la apertura recae sobre una secuencia animada que rememora la historia de una mártir paquistaní caída en la guerra contra Inglaterra llamada, claro está, Malala. Davis Guggenheim (director de la interesante Waiting for Superman) apuesta por la construcción de un vínculo emocional con los espectadores mediante la humanización de una protagonista voluntariosa pero familiar y, lo que más le interesa destacar, adolescente. Así, durante los primeros veinte minutos la familia desfila ante la cámara compartiendo charlas, desayunos y juegos, todo intercalado con testimonios de los hermanos menores reconociendo, siempre con una frescura impostada, las bondades de la primogénita.Por allí también aparece el padre, ex docente perseguido, según el film, por los sucesivos regímenes paquistaníes, autor intelectual de la militancia de Malala desde la misma elección de su nombre y anclaje moral del relato. ¿La madre? Bien, gracias: casi siempre de espaldas, en silencio, cubierta de cabo a rabo, dice no más de cuatro o cinco palabras con una incomodidad evidente aun cuando el film se empecine en omitirla. Omitir es también lo que hace Guggenheim con las aristas de un conflicto histórico de índole étnico, económico, político, cultural y social como el de los talibán, reduciéndolo a una batalla entre la locura barbada –mostrada a través de registros caseros y pixelados– y la rasurada civilización occidental –indefectiblemente luminosa, con números planos a contraluz incluidos– digna de esos videítos virales que después de los atentados en París se proponían explicar todo en seis minutos y medio.