El maestro del dinero

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

La revolución no será televisada

Hay algo en “El maestro del dinero” en lo que muchos no se ponen de acuerdo sobre si es un defecto artístico o un acierto político (en los términos de Michael Moore, de meter los debates a pelear por la taquilla). “¿De qué estás hablando, Willis?”, diría Gary Coleman en sus años mozos. La película dirigida por Jodie Foster y escrita por Jamie Linden, Alan DiFiore y Jim Kouf apela a un formato bastante estándar (e inverosímil, dicen algunos, pero eso ya entra en el terreno de la “suspensión de la incredulidad”) para tirar sobre la mesa unos temas bastante espinosos sobre el funcionamiento del capitalismo tardío financiero, y algo sobre la cuestión social.
El rostro humano
“Ustedes no tienen ni idea de dónde está su dinero. Porque en los viejos tiempos podían entrar a su banco, ellos abrían una bóveda y señalaban un lingote de oro. Pues se acabó. Su dinero, por el cual ustedes se han partido el lomo, no es más que unos cuantos fotones de energía viajando por una inmensa red de cables de fibra óptica. ¿Por qué lo hacemos? Lo hicimos para que fluyera más rápido, porque su dinero debe ser rápido: más que el de los demás. Pero si quieren mercados más rápidos (...), a veces se les reventará una llanta”.
Con esas palabras arranca la cinta, y el que habla es Lee Gates, conductor de “Money Monster” (literalmente, “el monstruo del dinero”) un programa de economía tan excéntrico como su presentador, que se mueve entre efectos sonoros y bailes de hip hop con estética bling bling (la imaginería de cadenas de oro con el signo $ colgando), para más obscenidad a la hora de hablar de acciones e inversiones. Gates es una especie de ídolo del capitalismo posfordista: tiene un pie en el mundo de las altas finanzas, y el otro en los medios corporativos de comunicación. Y lo que motiva sus palabras es que una acción recomendada, la del fondo de inversión Ibis, se cayó, dejando en banda a miles de inversores. “Y, bueno, esto es así, a veces se gana y a veces se pierde”, podría leerse en sus justificaciones. “Tranquila, acá no hacemos periodismo de emboscada; acá no hacemos periodismo”, dice Patty Fenn, la ya harta productora de Gates a la responsable de prensa de Ibis.
En esos primeros minutos, se tiran las claves de todo lo que vendrá. Porque la careta se cae cuando un joven armado entra al estudio y toma al conductor y su equipo de rehenes: quiere una explicación de qué pasó realmente, que no puede ser simplemente un error de un algoritmo predictivo de flujos económicos. Kyle Budwell, que así se llama, es lo que está abajo de esta festichola financiera: es parte de la clase baja (menos que un “empleado medio”, al decir de Javier González Fraga) y acaba de perder lo poco que tenía en la jugarreta de Gates y Walt Camby (el CEO de Ibis). O sea que entre el financista, el asesor financiero y la víctima conforman una representación simplificada de la tragedia de la crisis de las subprimes de 2007, muy bien narrada en “La gran apuesta”, y la irrupción del desesperado interrumpe los flujos comunicacionales para mostrar esa cara “humana” de la economía de las pantallas.
No particularmente un académico, Budwell se sabe “jugado”, y se hace carne de las palabras de Tiqqun en “¿Cómo hacer?”: “La huelga humana, hoy en día, consiste en rechazar desempeñar el papel de la víctima. Atacarlo. Reapropiarse la violencia. Arrogarse la impunidad. Hacer comprender a los ciudadanos pasmados que si no entran en la guerra están en ella de cualquier forma. Que allí donde se nos dice que es tal cosa o morir, es siempre en realidad tal cosa y morir”. Y está dispuesto a hacerlo, a cambio de una respuesta, lo que moviliza a Patty y Diane Lester (la jefa de comunicaciones) a averiguar qué pasó, y a la productora y conductor a hacer periodismo (otro mensaje: para que en la televisión hagan verdadero periodismo hay que ponerle una pistola en la cabeza a alguien).
Intensidad
Por lo demás, el ritmo narrativo de Foster es muy eficiente, combinando la inmediatez de las comunicaciones electrónicas y los tiempos del desplazamiento físico; la situación central con la globalidad de sus escenarios relacionados, y la globalidad que la transmisión alcanza. Pero los lenguajes y ciertos tópicos (el operativo, los negociadores policiales, el crescendo dramático y la resolución final) recuerdan bastante a otros filmes ya vistos.
George Clooney entró al proyecto también como productor, pero no debe haber otro como él al que le salga tan bien el personaje de tilingo fachero y superficial (todo lo que Clooney no es, salvo fachero), con un margen de redención. Junto a él regresa su compañera de la saga de Danny Ocean, Julia Roberts, que después de “Agosto” puede permitirse cualquier papel, y transmite la fatiga moral de Patty.
Jack O’Connell, el elegido de Angelina Jolie en “Invencible”, se muestra lo suficientemente intenso como para darle carnadura a Kyle, mientras que la ex modelo Caitriona Balfe llama la atención con su Diane. Dominic West la tiene fácil como Camby, un malandra de manual, mientras que por ahí acompañan Christopher Denham como el productor Ron Sprecher, Lenny Venito como Lenny el camarógrafo (el personaje bufo, en los momentos en que nada es gracioso), Dennis Boutsikaris (Avery Goodloe, otro pícaro dentro de Ibis) y Emily Meade (Molly, la novia de Kyle). Hace lo suyo el veterano Giancarlo Esposito como el capitán Powell de la policía.
Hay por allí alguna referencia a Occupy Wall Street y la toma del parque Zucotti, en medio de la reacción popular. Pero hacia el final uno empieza a pensar que el vengador solitario de las finanzas no deja de ser un estado de excepción momentáneo en el flujo de los fotones que rigen nuestras vidas, y una minirevolución intrasistémica. “La revolución no será televisada”, se tituló con múltiples sentidos un documental de Kim Bartley y Donnacha O’Briain: sigamos jugando con sus significados.