El lugar de la desaparición

Crítica de Ricardo Ottone - Subjetiva

En 2017 Martín Farina estrenó Cuentos de chacales, un documental que terminó siendo la primera entrega de una trilogía, que en ese momento no se planteaba como tal, cuyo tema era la familia. Esta trilogía ahora tiene su continuación con El lugar de la desaparición y se completaría con Los niños de Dios, si bien estas dos últimas se filmaron prácticamente en simultáneo.

El lugar de la desaparición (aquí la entrevista a Martín Farina), que es la película que nos ocupa, es un documental de corte experimental en línea con su antecesora. Farina cuenta a la manera de un rompecabezas la historia de una familia, que es la propia, aunque el realizador no participa como personaje ni hace escuchar su voz como en tantos documentales en primera persona, una tendencia en boga a la que este film no se adscribe pese a la cercanía del director con sus protagonistas.

Tras la muerte de la madre, tanto el padre como los cinco hijos son testigos y partícipes de la descomposición paulatina de sus vínculos. La madre, a quien una de las hijas define como “una matriarca”, funcionaba de algún modo como la encargada de sostener cierta unión y armonía, y su ausencia deja el camino libre a los conflictos que tienen en la casa familiar el escenario y motivo principal de disputa, de la cual uno de los detonantes es la intención declarada de uno de los hermanos de construir un departamento en la terraza. El padre ya anciano asiste impotente a una situación en la que no tiene voz ni voto, mientras sus hijos esperan de él cosas muy diferentes. Uno de ellos pretende que ponga un límite a los avances del hermano, al tiempo que una de las hijas afirma con resignación que el padre no tiene ninguna autoridad. Este, por su lado, no tiene ninguna intención de asumir un rol para el que tampoco parece estar en condiciones.

El film se divide en varios capítulos numerados, pero fundamentalmente en dos partes bien diferenciadas. En la primera parte es donde se juega la impronta más experimental. Farina hace uso de diversos recursos: antiguos videos caseros, actuales escenas familiares, voces en off superpuestas, planos detalle de la casa, una voz que susurra fragmentos de “Casa tomada” de Cortazar haciendo una analogía con lo que está pasando en ese hogar en crisis donde algunos quieren ignorar lo que está pasando.

A mitad de la película aparecen los títulos, que a esa altura ya no son de apertura y funcionan más bien delimitando las dos partes. A partir de ahí arranca una segunda parte menos concentrada en lo formal y lo experimental y más interesada en explorar de manera más explícita la dinámica familiar. Esta dinámica se pone en juego en escenas entre los hermanos o entre el padre y alguno de los hijos, en donde el límite entre lo documental y lo ficcional se vuelve difuso. Algunas situaciones parecerían una puesta en escena, otras parecerían más espontáneas, pero su naturaleza nunca llega a estar del todo clara.

Farina aborda su objeto de una manera original y personal, incluso si a veces eso implica alienar por momentos al espectador y enfrentarlo a una zona árida que recién en la segunda parte se hace más accesible. Aunque a partir de ahí lo que entra a jugar es cierta incomodidad ante la exhibición de pequeñas miserias ligadas a la disputa entre hermanos por el favor del padre, por temas no resueltos entre ellos o por cuestiones económicas, con lo cual lo que se desprende en esta segunda entrega sobre la familia es que la visión de su realizador sobre la misma es bastante crítica y hasta amarga y despiadada.

EL LUGAR DE LA DESAPARICIÓN
El lugar de la desaparición. Argentina, 2018.
Dirección: Martín Farina. Elenco: Silvia, Miriam, Guillermo, Pablo, Dina y Zalmon Markus. Guión, Fotografía y Montaje: Martin Farina. Producción: Martín Farina, Mercedes Arias. Cámara: Martín Farina, Norberto Farina, Tomás Fernández Juan, Mercedes Arias, Javier Ramallo. Postproducción de sonido: Gabriel Santamaria. Color: Alejandro Armaleo. Duración: 66 minutos.