El loro y el cisne

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

Esta curiosa e intrigante película del director de CASTRO recupera en parte la forma lúdica de acercarse a lo cinematográfico de aquel filme, pero sin el particular sistema (“todos corren”) que aquella tenía, aunque aquí podría ser reemplazado, al menos al principio, con un “todos bailan”. Moguillansky parece disfrutar los cuerpos en movimiento -en veloces movimientos-, algo que es muy inusual en un cine como el argentino en el que todo el mundo parece moverse en cámara lenta, a la mitad de la velocidad normal.

Ese movimiento dentro del cuadro se extiende a lo narrativo: EL LORO Y EL CISNE es una película que, usando lenguaje coloquial, se puede decir que todo el tiempo se va por las ramas, se fuga de sí misma, no se deja atrapar. Y eso, que en una primera instancia descoloca -ya que uno se acomoda a un tema y a unos personajes y al rato todo cambia-, se aprecia más y mejor al finalizar el filme y repasando sus desvíos y juegos.

El filme empieza centrándose en un equipo de filmación que rueda un documental sobre danza para una cadena de televisión norteamericana. Los vemos filmar y entrevistar a responsables de varios ballets, en lo que parece ser un juego entre documental y ficción, ya que el eje está puesto en las desventuras del equipo, con el sonidista, un hombre con problemas de pareja, como personaje principal. Filmando a uno de esos grupos (el Krapp) conoce a una de las bailarinas con la que inicia una relación bastante poco convencional.

LORO 3De a poco la película irá escapándose de sí misma, profundizando en la vida de la bailarina (un personaje más interesante que el algo apático sonidista) y siempre manteniendo ese espíritu casi de musical, de teatro absurdo, donde -como dice un personaje- todo parece correrse siempre de las convenciones, como con intención de nunca hacer lo que el espectador espera. Ni de los personajes ni de la narración

EL LORO… (que es el apodo del protagonista en un título que juega con EL LAGO DE LOS CISNES) parece un documental y no lo es, parece una película de danza y no lo es, parece una comedia y no lo es, y parece una historia de amor y acaso tampoco lo sea. Al menos no del todo. Es una película juguetona de un director que parece gustar del costado más delirante del cine francés de los ’60 y que hace un arte de la fuga permanente. Lo suyo es una suerte de absurdo reflexivo y casi melancólico (tipo Jacques Tati): una danza de cuerpos que, cada vez que se acercan, siguen de largo y se chocan, para alejarse y volverse a acercar y a chocar. Contra sí mismo, o contra otro cuerpo…