El llanero solitario

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Una epopeya de espíritus libres

“El llanero solitario” toma al clásico personaje para contar una historia cómica, con escenas de acción, que regresa a los escenarios del western sin solemnidad. Es, también, el retorno de Johnny Depp con otro personaje excéntrico.

La verdad es que El llanero solitario no llega precedida de buenas críticas ni de aclamaciones unánimes. Sin embargo, frente a un producto de Gore Verbinsky, director de La llamada, la saga de Piratas del Caribe y Rango lo menos que puede sentirse es curiosidad. Si se tratara de un fracaso, sería un fracaso de 250 millones de dólares.

Primera buena noticia: es un película cómica, realmente cómica, no una de acción con momentos graciosos sino una graciosa con momentos de acción. Segunda buena noticia: se toma muy poco en serio la tradición de western y su mitología asociada a la justicia por mano propia y el crecimiento de una nación.

Incluso, podría decirse que invierte la leyenda colonialista norteamericana, y no sólo porque pone a un comanche loco como protagonista (quien tuvo la suerte de ver a Johnny Depp en Dead Man, de Jim Jarmusch, verá en Toro a un doble lisérgico de aquel personaje), sino también porque juega a combinar de un modo distinto las fuerzas que conformaron la historia de ese país.

Todo empieza en un parque de diversiones en San Francisco, en 1933, no casualmente el año en que apareció por primera vez el Llanero Solitario en un programa radial. En el pabellón de historia de los Estados Unidos, un viejo comanche que parece embalsamado de pronto cobra vida y se pone a hablar con un niño vestido de vaquero que lleva un antifaz en la cara. ¿Qué es ese diálogo? ¿Un sueño? ¿Una fantasía? ¿Una alucinación? Y el relato que le cuenta el indio, ¿es una leyenda? ¿Una invención? ¿Una mezcla de verdades exageradas y mentiras atenuadas?

En todo caso, ese salto temporal, en el que se ha querido ver una concesión de Verbinski al divismo de Depp, tiene la forma de un paréntesis en cuyo interior cabe un mundo perdido, cuyo antiguos habitantes (indios, vaqueros, bisontes, etcétera) en la década de 1930 han adquirido la cualidad de fantasma.

Menos provocativa pero más humorística que Django, de Quentin Tarantino, El llanero solitario también es una venganza retrospectiva contra crímenes a los que ya no se les puede hacer justicia. Y no deja de ser un guiño del ojo más lúcido de los guionistas que antes de convertirse en el enmascarado, John Reid sea un abogado que prefiere confiar en los Tratados de gobierno, de John Locke, y no en la Biblia.

La dupla de Toro y el Llanero carece tal vez de la conexión de otras parejas de ficción diseñadas bajo el modelo del señor y el vasallo (desde el Quijote y Sancho Panza hasta Sherlock Holmes y Watson). La fatalidad que los une tiene mucho de casualidad y por eso se mueven según la mecánica de acción y reacción de la comedia física.

Sin dudas, en términos narrativos, El llanero solitario peca de ambiciosa y por momentos parece perder la concentración y dispersarse en los personajes secundarios y en algunas subtramas, pero una y otra vez vuelve a su impulso inicial, que es ser una epopeya de espíritus libres.