El llamado salvaje

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Una de las dificultades con la que tuvo que lidiar el cine en su etapa analógica o predigital fue la del trabajo con animales. ¿Cómo lograr que el movimiento de un perro o de un gato cumpla con lo que requiere la escena? La historia está llena de películas con animales reales que se la rebuscaron con ingenio para conseguir un resultado decente.

En la actualidad, con las imágenes generadas por computadora (o CGI, de acuerdo a sus siglas en inglés), la tarea es mucho más fácil, aunque el resultado no necesariamente sea mejor que en el pasado, ya que el cine no es solamente una cuestión técnica. En este sentido, hay que decir varias cosas de El llamado salvaje (The Call of the Wild), la nueva adaptación de la novela corta y clásico universal de Jack London.

La película dirigida por Chris Sanders, quien viene de hacer animaciones como Lilo y Stitch y Cómo entrenar a tu dragón, tiene como protagonistas a un enorme perro de nombre Buck, cruza de San Bernardo y Scotch Collie, y a Harrison Ford, cuyo personaje se encarga de contar la historia en voz en off. El contexto es el siglo 19 en la región del Yukón, noroeste de Canadá y este de la frontera con Alaska, durante la llamada fiebre del oro, cuando los perros de tiro se compraban a precios muy altos.

Buck es el perro mimado del juez Miller del Valle de Santa Clara. Una noche, un jardinero lo roba para venderlo en el mercado negro de canes. Es así que Buck se ve, de pronto, lejos de casa y en una jauría empujando un trineo que lleva el correo al pueblito donde están los buscadores de oro, después de haber sufrido maltratos y de haber atravesado situaciones entre tristes y desopilantes.

En el camino se lo cruza a John Thornton (Harrison Ford) y, entre perro y humano, logran una conexión de mucha empatía. John se da cuenta de que Buck es un perro especial, como así también el perro se da cuenta de que John es el amo ideal. También aparece Hal, el villano interpretado por Dan Stevens que quiere encontrar oro a toda costa y que se las agarra con Buck.

Las claves del relato están puestas sobre la mesa: animal y humano se complementan, uno es el espejo del otro y ambos se comunican como si fueran de la misma especie. Todo esto está bien construido. El espectador se deja llevar por la historia por más que esté plagada de inverosimilitudes e inconsistencias.

El detalle y la novedad de la película son que el perro está hecho con computadoras (CGI). Aun así, los gestos y los movimientos del animal son muy realistas y la digitalización le permite, además, hacer ciertas cosas que de otro modo no hubieran sido posibles. Recuerden que Sanders es un experto en animaciones y personajes digitalizados y que, por lo tanto, sabe lo que hace.

Si bien los efectos son discutibles en algunos momentos, hay algo que es incuestionable y que tiene que ver con el género mismo. No es el director, es la estructura del relato de aventuras la que hace avanzar la historia, cuyas reglas dicen que a cada paso que dan los personajes tienen que surgir nuevas complicaciones para que la odisea sea más dramática y entretenida.

Tanto Buck como John emprenden un viaje hacia la libertad, el autoconocimiento y la búsqueda del verdadero hogar. Otra vez la aventura funciona como metáfora de la vida. Ser amos de nosotros mismos es el secreto que la película susurra al oído del espectador. El problema es que carece de densidad política.

Lejos está de ubicarse en la lista de películas como Perro blanco (1982), de Samuel Fuller, que trata el problema del racismo en los Estados Unidos con una profundidad inaudita. Sin embargo, El llamado salvaje funciona como una aceptable y simpática película de iniciación en materia de aventuras.