El libro de los secretos

Crítica de Ezequiel Villarino - Cinemarama

Religión, historia, fantasía.

Elías (Denzel Washington) es un hombre de fe: como el significado de su nombre indica (“Dios es el señor” o “Mi Dios es Jehová”), y dejando de lado cierto enmascaramiento del sentido que ese diminutivo le impone a través del título original del film (The Book of Eli), este individuo residual, especie de excedente de otro tiempo que ha devenido profeta en tierra devastada, recorre el vacío de un mundo post apocalíptico de tonalidad gris verdosa rememorando al western y en algunos aspectos a aquel loco correcaminos llamado Max, hijo de esa trilogía futurista a puro road movie iniciada a fines de la década del setenta por el director George Miller. Pero si aquel personaje tortuoso interpretado por Mel Gibson tenía como única misión sobrevivir mientras escapaba constantemente de un pasado que lo condenaba a las más pavorosas memorias sin vislumbrar un lugar concreto a donde ir (los flashbacks eran constantes e hirientes), el héroe del universo imaginado por los Hughes brothers, por el contrario, es un caminante que se dirige hacia un punto determinado del oeste por una orden que se intuye celestial (ya que no hay registro concreto o histórico de tal mandato en la película), siendo acompañado por aquel primer texto en la historia de la humanidad en ser editado masivamente por la imprenta: la biblia, que según la traducción local del título sería el libro “de los secretos”. Secretos que aplicarían un mecanismo específico por el cual se concebiría un nuevo mundo, un nuevo orden, bajo la imposición de una ideología específica: la religiosa.

Es que esa ideología, dentro del film de los hermanos, se vuelve la base determinante desde donde se ejecutan las acciones más rigurosas de una película que se nos presenta con aires de folleto evangelizador: si el ya mencionado Elías no duda en ejecutar a sus agresores, machete en mano, como todo un servil cruzado (escenas cuyas imágenes son representadas por lo general desde la lejanía o a través de una sucesión frenética de planos danzantes al tempo del montaje acelerado), el reposo del guerrero lo encuentra aferrado al libro: orando en silencio para elevar su propia espiritualidad o brindando discursos aleccionadores a quienes se evidencian como seres ignorantes y desesperanzados (la mayoría de los habitantes del “nuevo mundo”, digamos). Por ende, esa ignorancia, velo que se manifiesta negativo, debe hallar la iluminación a través de la palabra, de la fe. Porque el hombre que no tiene fe en esta historia es, sin duda, el peor de su clase: un individuo que entiende la religión como poder, como orden, como sistema opresivo, como ideología dominante. En suma: como aquello que la religión ha sido históricamente.

Y ese hombre, en el Libro de los secretos, se llama Carnegie (interpretado por el inmenso Gary Oldman), cuya primera aparición lo muestra descansando en una silla mientras lee un libro sobre Mussolini. Lo que esa imagen nos anticipa, especie de prólogo del mal, es que estamos ante un dictador, un hombre violento que durante el transcurso del film no dudará en potenciar lo amoral de su naturaleza para llegar a obtener lo que quiere (la biblia). Así, las representaciones maniqueas quedan establecidas con bastante simpleza: protagonista y antagonista, bueno y malo, creyente y ateo (vean, para confirmar tal dicotomía, la escena en donde Carnegie le dispara a Elías: la víctima resiste y el victimario se burla). Por supuesto que el destino de Carnegie se convertirá, más adelante, en una condena a la soledad y a la pérdida del poder: cerca del cierre, su imperio se deshará en la pura barbarie, bajo una especie de paganismo que no ha sido capaz de ver la luz que porta el religioso e inmaculado Elías.

Una luminosidad, una esperanza, que tendrá en el profeta del título su portavoz perfecto: si el protagonista se convierte en mártir, no sin antes dictar por completo ese libro religioso que ha memorizado durante el transcurso de los años mientras es registrado en una curiosa toma cenital que lo muestra postrado y adornado por ropajes blancos (los atuendos oscuros son sólo exclusivos de Carnegie, el dictador que no cree), la palabra de Dios, de la religión, de ciertos hombres, volverá a los caminos arrasados para ser generalizada como toda actividad evangelizadora dicta. Y tal vez, lo más horrendo de esta película sea observar su clausura: pose canchera mediante, la nueva creyente que ha sido protegida por “Eli” reemplaza a su salvador con gran estilo: desde un primer plano de su rostro se pasa a un plano general que describe esa artificialidad horripilante de los backgrounds gestados digitalmente gracias a la siempre salvadora green screen. Allí, acompañada únicamente por la fe, la mujer se pierde en el horizonte. La biblia ha sido nuevamente impresa (circularidad histórica), y ya hay un nuevo mesías para impartir justicia en el camino. Es, sin duda alguna, el triunfo de la religión. O, como bien supo decir Charles Baudelaire en Arte y Modernidad, el triunfo de “la más alta ficción del espíritu humano”.