El legado de Bourne

Crítica de Migue Fernández - Cinescondite

"Todos tenemos nuestros secretos. ¿No es así, Ethan?"
(Brandt, Mission: Impossible – Ghost Protocol, 2011)

En su sentido dentro del argumento, The Bourne Legacy se refiere a los daños colaterales provocados por el agente interpretado por Matt Damon, los cuales dan origen a nuevos conflictos, centrados en la figura de Aaron Cross, potencialmente eternos si se considera la cantidad de programas secretos que la CIA maneja. En su interpretación literal, por otro lado, el título se puede vincular con la sucesión, con el pase de posta de una trilogía que busca renovarse. De igual modo pero con resultado diferente, la cuarta parte de Misión Imposible estaba prevista como un vehículo para instalar al personaje de Jeremy Renner y que este se hiciera cargo de la saga. No obstante, a los 50 años, Tom Cruise demostró estar en óptimas condiciones y, antes que ceder el testigo, siguió corriendo todavía a mayor velocidad. En el medio de la carrera, al actor de demorado ascenso se le ofreció la posibilidad de un nuevo relevo y así cruzar la meta convertido en otro Jason Bourne, en vez de otro Ethan Hunt.

El problema de El Legado de Bourne es exactamente aquello de lo que se enorgullece desde el título: la herencia que se convierte en un lastre tan pesado que le impide el despegue. No se trata de una cuestión de comparaciones, de un público que extraña al anterior corredor, sino de una película que, paradójicamente, no deja de mencionarlo para poder hacerlo a un lado. Ni una precuela ni una secuela, se trata de un desprendimiento con nuevos personajes, por lo que debe tomarse su tiempo para asentarlos. Debe reconstruir su mecanismo interno, porque aunque transcurra en el tiempo de la tercera su intención es retrotraerse a la primera, y una vez asegurada la misma estructura, sólo cambiar su fachada.

Que nunca hubo sólo un agente es algo que se sabe desde la original, y sólo se confirmó con las secuelas, pero con el cambio de frente se plantea la existencia de otros programas, otros altos mandos, con lo que la noción de que siempre hay un nivel de seguridad más arriba se repite una y otra vez. Tony Gilroy, quien por momentos pisa en falso como un doble de Paul Greengrass, no avanza ni retrocede, se mueve de costado y sienta las bases para construir en un futuro. Es así que recién sobre el final puede pedir pista y tomar vuelo, cuando el reluciente trío de protagonistas logra tomar la pantalla sin la mochila de Bourne a sus espaldas. Esa acción fría y calculada que caracteriza a la serie -aún física pero más pensada que la que propone The Expendables- y que en esta se ve más bien contenida, estalla con un cierre a pura adrenalina, espejo de las anteriores y ejemplo perfecto de que el personaje de Renner es capaz de asumir el reto.

En la espectacularidad de las secuencias de combate, en el ingenio para sostener diálogos elaborados centrados en aspectos técnicos, en las posibilidades de la producción o, incluso, del mismo elenco, se ve una nueva versión sobre una misma fórmula que todavía funciona. El argumento de este James Bond a la inversa, el agente especializado que va en contra del Imperio, se desgastará por repetición, pero es evidente que todavía tiene para ofrecer.

La cuestión, en definitiva, gira en torno a la limitación que se auto-impone el guión. En The Bourne Identity la búsqueda de la identidad de un protagonista con amnesia es la clave que lleva a desenmarañar una trama secreta que lo revela como un sujeto altamente entrenado. En esta, por el contrario, el personaje sabe bien quién es, conoce parte del programa que le dio origen y busca explorar cuántos hay como él. Es, por otro lado, consciente de quién era antes de Aaron Cross y está seguro de no querer volver atrás. Lo que pasa por la cabeza del soldado antes de convertirse en una máquina de matar queda sólo en el atisbo, es un golpe de corto alcance porque personaje y película quieren lo mismo: ser Bourne.