El kiosco

Crítica de Ariel Abosch - El rincón del cinéfilo

Un disparador de reflexiones sobre la idiosincrasia del ser argentino

Una esposa, una pequeña hija, y una hipoteca, que pagar con el sueldo bueno y seguro de un trabajo monótono y aburrido dentro de una oficina, son los satélites que componen la existencia de Mariano (Pablo Echarri), pero que, al estar en una edad en la que no vislumbra un crecimiento laboral importante, toma la decisión de su vida, la de patear el tablero, aceptar el retiro voluntario y jugarse el todo por el todo en comprar el kiosco, a donde iba cuando era chico, para tener algo propio y poder trabajar a gusto.

Ese es el planteo inicial del debutante Pablo Gonzalo Pérez, quien luego de ocho años de producción pudo concretar el sueño de contar una comedia dramática actual, aunque los inconvenientes que tiene que enfrentar el intérprete principal, remiten a épocas pasadas.

Cuando Mariano se entera de que el kiosco del barrio de la infancia, donde fue feliz, está en venta por su dueño de siempre, Don Irriaga (Mario Alarcón), resulta ser el motivo suficiente como para arriesgar la estabilidad económica familiar, con el objetivo principal de sentirse realizado.

Luego de una tibia resistencia de su mujer Ana (Sandra Criolani), se embarca en esta ingenua locura. Pero, en pocos días, la alegría su transformará en una gran decepción al tomar conocimiento de que la calle donde está ubicado su local va a ser cerrada durante varios meses para construir un viaducto ferroviario.

De aquí en más, la suerte no lo acompañará. Una prolongada racha negativa lo castiga sin darle un respiro. Parece no tener fin. El relato vira hacia la tragicomedia. Siente el protagonista que, traicionado por los recuerdos y nostalgias de una niñez feliz, va a perder absolutamente todo.

La narración se mantiene dinámica en todo su desarrollo. En cada escena pasa algo que influye en las próximas, no están de relleno, y el resto del elenco aporta su grano de arena para que la historia también funcionen. Como el papel de Charly (Roly Serrano), un pizzero vecino que ayuda en todo momento, desinteresadamente, al héroe de esta narración..

Las desventuras que sufre la clase media de nuestro país están perfectamente ejemplificadas en este film costumbrista, y actúa como un buen disparador de reflexiones sobre la idiosincrasia del ser argentino.

Esos mismos cuestionamientos que atormentan la mente de Mariano, al mantener una lucha interna entre buscar a un cliente incauto y desprevenido para engañarlo, como lo hicieron con él, y venderle el kiosco, o continuar siendo fiel a sí mismo, decente y honrado, para asumir la difícil situación tal cual está planteada y morir con las botas puestas.