El justiciero

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Uno contra todos, ¿adivinen quién gana?

El justiciero tiene grandes escenas de acción y muestra a Denzel Washington en un rol ideal para cambiar de tipo pacífico a hiperviolento a la velocidad de la luz.

La gran fantasía norteamericana de que un hombre sólo puede solucionar todos los problemas a los tiros es útil para dos cosas. Una: calmar la ansiedad de patriotas resentidos. Dos: hacer buenas películas de acción. Sin bien ambas utilidades están íntimamente entrelazadas, la segunda siempre compensará a la primera, de lo contrario no existiría eso que se llama con justicia "el gran cine de Hollywood".

A su manera, El justiciero pertenece a la tradición de Duro de matar o de Rambo, adaptada al contexto actual de las crisis económica de los Estados Unidos y las redes internacionales de las mafias rusas. Si algo ha demostrado el director Antoine Fuqua (Día de entrenamiento) a largo de su irregular filmografía es talento para apostar a la ideología que más le conviene a su narración. Y esta vez, el cinismo le dio resultado.

Todo el planteo argumental de El justiciero está al servicio de la acción explosiva que se desatará a partir del momento en que Robert McCall decida empezar a hacer justicia por mano propia. El concepto no puede ser más elemental, pero tampoco más efectivo.

McCall es Denzel Washington, un actor tan experimentado y tan icónico que ya ni siquiera es necesario prestarle atención al personaje que encarna. Basta y sobra con sus tics, su sonrisa, su mirada, su asombrosa capacidad para mutar de tipo pacífico a híper violento a la velocidad de un parpadeo.

Desde la jovencísima prostituta amenazada (Chloë Grace Moretz), a la cual defiende, hasta cada uno de los mafiosos contra los que se enfrenta (casi en una escalada de videogame, donde cada enemigo es más peligroso que el anterior), todos los que se cruzan en su camino son comparsas, marionetas que se mueven al ritmo del personaje principal. Incluso el villano más fascinante de la película, un exmilitar ruso apodado Teddy (Marto Csokas), queda desdibujado frente a McCall.

Ese magnetismo natural del actor es potenciado por una serie de escena de acción de un magnetismo extremo. Nada nuevo, nada especial, y todo estetizado hasta ese punto exacto en que la violencia se transfigura en espectáculo sin dejar de ser tremendamente cruel al mismo tiempo.

La falta de piedad y de ironía que la película exhibe con un orgullo descarado tal vez no sea sólo una declaración de indigencia intelectual, sino una forma de darle una vuelta completa a la mala conciencia que implica siempre la exaltación de la violencia y la justicia por mano propia.