El juicio

Crítica de Quintín - A Sala Llena

FUE JUSTICIA

Es imposible evitar una comparación entre El juicio y Argentina, 1985. Empecemos por la conclusión: El juicio es mejor: es una película seria, sin chapucerías ni interpretaciones caprichosas de la historia y no intenta complacer al público con los recursos del cine más convencional. Argentina, 1985 se estrenó con gran estrépito, pero el interés por ella se ha desvanecido tras su excursión fallida a Hollywood y no es una película destinada a perdurar. El juicio, en cambio, tiene su futuro asegurado como documento cinematográfico de un hecho importante.

El juicio es lo que dice ser: un resumen de tres horas del juicio a las tres primeras juntas militares de la última dictadura, que se llevó a cabo durante el gobierno de Alfonsín entre abril y diciembre de 1985. Es un trabajo sobrio y muy arduo, que no se aparta de las 530 horas registradas oficialmente en el tribunal. Desde luego, no es el juicio mismo, ni siquiera una versión en miniatura, ya que la selección y compaginación de las escenas y los planos son inseparables de una mirada y de un relato. Otros cineastas podrían haber hecho películas muy distintas a partir del mismo material de partida. También conviene destacar que (del mismo modo en que lo hace Argentina, 1985), la película queda encerrada entre un prólogo y un epílogo que hacen suponer que el juicio fue el primer paso, dado hace cuarenta años, de una lucha que hoy prosigue para que todos los culpables de delitos cometidos durante la dictadura terminen presos, aunque el sentido originario del juicio a las juntas no haya sido ese.

Pero más allá de ese encuadre que podría definirse como militante y que es parte de otra discusión, la película es una ventana sobre un período funesto de la historia argentina. Detrás de la puesta en escena a la que las películas de juicios nos acostumbraron, detrás de cada testimonio, de las intervenciones de jueces, fiscales y abogados defensores o de los contraplanos del público, podemos observar el estado de la discusión en la sociedad argentina en esa época. La construcción narrativa de la película, planeada como una batalla retórica entre la acusación y la defensa es demoledora como demostración de la tesis principal de la fiscalía: que los crímenes cometidos por los miembros de las juntas y sus subordinados constituyeron tanto un plan sistemático como una aberración jurídica, política y humana que no admiten justificación posible y merecen la condena.

En 1985 los participantes del gobierno militar y sus acólitos todavía se pensaban como héroes de una guerra que habían ganado y que estaban siendo juzgados sin derecho alguno. Esa afirmación es parte del alegato de Massera y de los razonamientos de varios abogados defensores (cada uno de los acusados fue representado por letrados distintos). La abrumadora superioridad militar de un bando sobre el otro y que podría haberse resuelto dentro de la ley, muestra que la hipótesis de la guerra solo fue una excusa para encubrir un gigantesco operativo de represión ilegal. Ese argumento falaz, del que hoy todavía quedan ecos, iba de la mano con otro: que fue el gobierno constitucional presidido circunstancialmente por Ítalo Lúder el que ordenó asesinar a los integrantes de los grupos guerrilleros, cuando el decreto correspondiente no hablaba de aniquilar personas. En cualquier caso, nadie puede sostener que el secuestro, la tortura, el ocultamiento de cadáveres, el asesinato de prisioneros, la sustracción de bebés y el robo liso y llano podían ser parte de un decreto emitido por el Poder Ejecutivo en democracia. Sin embargo, es lo que se les oye decir a los abogados: que la guerra que libraron les daba derecho a cometer todos los crímenes que las convenciones de Ginebra prohíben. Uno de los defensores llega incluso a justificar el pillaje y la apropiación de los bienes de los asesinados y desaparecidos como un legítimo botín de guerra.

Tanto las páginas del Nunca más como las imágenes del juicio impiden sostener la hipótesis de la guerra sucia cuando lo que se juzgaba era una serie de crímenes atroces cometidos contra detenidos indefensos. Ni tampoco atribuir esas acciones aberrantes a excesos del personal subalterno: la acusación fue muy contundente a la hora de mostrar que los crímenes se cometieron en dependencias de las fuerzas armadas a lo largo del país y, como argumenta frente a los jueces Patricia Derian, la subsecretaria de derechos humanos del presidente Carter, es imposible que en un cuerpo de disciplina militar bajo una dictadura, los altos mandos ignoraran lo que estaba ocurriendo a esa escala. Por el contrario, la misma operatoria militar los hacía responsables de cada uno de ellos aunque se empeñaran en negar lo ocurrido. Tanto las escalofriantes declaraciones de las víctimas que sobrevivieron como la de los parientes de los asesinados son en la película lo suficientemente elocuentes como para tener una idea clara tanto de lo que ocurría en los centros de detención como de la cadena de complicidades asociada a un silencio corporativo frente a los pedidos de información de ciudadanos, abogados de derechos humanos (que también tuvieron sus desaparecidos) y gobiernos extranjeros.

Además del argumento de la orden de Lúder, del de la guerra sucia y del de la ignorancia de los comandantes de lo que hacían quienes cumplen sus órdenes, la defensa intentó mostrar que las víctimas eran integrantes de organizaciones terroristas y, por lo tanto, culpables de otros delitos, lo que de algún modo disminuiría la culpa de los verdugos. Allí (y, personalmente, es algo que ignoraba del juicio) fue decisiva la intervención de los jueces, que se negaron a aceptar que a los testigos se les preguntara por su filiación o sus actividades políticas, lo mismo que a los familiares de las víctimas. De ese modo, desbarataron una maniobra que tendía a igualar a los torturados, asesinados y desaparecidos con sus asesinos. Fue una medida muy atinada de la Cámara que, para furor de los abogados que intentaban dar vuelta el sentido del proceso, invocó el argumento de que la culpabilidad de las víctimas no era lo que ese estaba juzgando. Al respecto, conviene recordar que Alfonsín pensó siempre que había que juzgar también por terroristas a los jefes sobrevivientes de las organizaciones armadas, es decir, aplicarles el procedimiento legal que los militares sustituyeron por su propio terrorismo clandestino. Y eso nos permite volver sobre un tema remanido, que se relaciona con la siempre denostada y nunca formulada teoría de los dos demonios. Frente a la teoría de que el gobierno militar y las organizaciones terroristas libraban una guerra, sería justo decir que no fue así pero, en cambio, cada uno de los bandos libraba su propia guerra contra el orden constitucional, contra la República y, en definitiva, contra el pueblo, mayoritariamente ajeno a esos propósitos de una y otra parte. Los militares no eran los enemigos de los guerrilleros ni estos de los militares, simplemente era un obstáculo para sus planes.

El intento más oscuro de confundir las cosas, tuvo que ver con los relatos sobre lo ocurrido en la Esma y con el plan de Massera de llegar al poder por elecciones, empresa para la que utilizó a un grupo de prisioneros mientras otros eran arrojados vivos desde los aviones navales. Este horror dentro del horror es uno de los capítulos más siniestros de lo ocurrido en esos años. La película insinúa algo de lo que sucedió allí, cuando los defensores intentan establecer una colaboración por parte de los detenidos ilegales.

Por último, si bien El juicio revela el horror de los centros de exterminio y muestra las estrategias de la defensa y la fiscalía, no dice una sola palabra sobre las condenas. Tras enunciarlas en un texto sobreimpreso, durante los títulos finales, se escuchan fragmentos, superpuestos entre sí de la lectura del fallo por parte de León Arslanian, presidente del tribunal. Aunque el fiscal Strassera había pedido nueve condenas a prisión perpetua, solo hubo dos condenados a esa pena, Videla y Massera. Hubo, además, cuatro absoluciones. La diferencia entre las penas se debe a la distinta acumulación de delitos durante el período en el que cada junta estuvo en el poder,de la diferencia entre los procedimientos criminales entre las tres armas y de las pruebas reunidas. En Argentina, 1985 hay un momento en el que alguien le pregunta al personaje de Strassera qué va ocurrir si no se encuentran pruebas, a lo que el fiscal responde “Si no hay pruebas, pediremos la absolución como corresponde”. Que El juicio termine con una superposición de voces que parece borronear el hecho de que hubo penas menores y absoluciones es, en mi opinión, otra concesión del derecho a la ideología, acaso un símbolo de las tantas que se registraron en estos años. Pero esas absoluciones son una prueba indirecta de que el proceso a las juntas, además de esclarecedor, fue justo y honró a la justicia argentina.