El juego de Ender

Crítica de Rodolfo Bella - La Capital

“Quiero saber si puedo ser un referente de la paz, además de la guerra”, dice Ender, el protagonista adolescente de “Los juegos de Ender”. En esa línea del guión está una de las claves del filme, a pesar de presentarse con el aspecto de una sentencia demasiado ambiciosa para alguien que es poco más que un chico. La trama, un posible avance de lo que podría ser una saga, narra cómo un grupo de niños y jóvenes son entrenados desde muy corta edad para el combate y para los puestos de mando de la guerra. Es que la Tierra, en una época no especificada, se prepara para un nuevo y probable ataque de los Insectores, llamados “Formics” en el original de ascendencia italiana. El dato no es menor ya que los enemigos se presentan y viven como, precisamente hormigas. Los chicos con aptitudes son separados de sus familias y entrenados en la Escuela de Guerra, a miles de kilómetros de la Tierra, donde a su vez competirán entre ellos para ver quién será el líder. Y allí entra en escena Ender, un chico flaquito, sin demasiado carisma, pero con una mente poderosa y una inteligencia brillante. En suma, el líder perfecto para tener a su cargo la nueva batalla. Quien se carga al hombro la película no es Harrison Ford, sino el pequeño actor Asa Butterfield como Ender, seguido de cerca por Viola Davis, en el rol de una sicóloga, y Ben Kingsley que hace creíble lo inverosímil. Pero es Butterfield/Ender el que pone en apuros a los adultos, tanto con su actuación como con los planteos que ofrece el guión, uno de ellos el mencionado al principio y que podría reemplazarse por un interrogante: ¿Es posible la guerra, o la paz, a cualquier precio?.