El juego de Ender

Crítica de Pablo Raimondi - Clarín

El gran simulador

“Los niños primero”, parece ser el lema de El juego de Ender, donde desde temprana edad un grupo de privilegiados púberes es entrenado en una academia espacial. Pero estos muchachitos/as no buscarán alunizar o colonizar planetas lejanos. No, se defenderán de los formics, una hostil raza de insectos robóticos que amenaza La Tierra en un postapocalíptico 2070.

Este filme de Gavin Hood (X-Men Orígenes: Wolverine y Mi nombre es Tsotsi) es un unipersonal a cargo de “Ender” Wiggin (Asa Butterfield), quien conjuga la violencia-dulzura de sus hermanos para formar parte de la Flota Internacional. Una vez en la nave, comienza el ascenso militar de Ender bajo la tutela del coronel Graff (Harrison Ford), quien además guiará a un grupo de chicos. Ellos parecen máquinas asexuadas, cuyo vínculo tendrá una frialdad pasmosa. La rebeldía ante la autoridad de turno, junto a su cerebral (y eficaz) comportamiento, son el arma del protagonista, a quien se le encargará comandar la lucha contra los bravos alienígenas.

Esta adaptación cinematográfica de la novela de ciencia ficción de Orson Scott Card es un filme chiquito, dominado por la presión psicológica de llegar a ser líder y asumir esa responsabilidad. Todo se centra en la meteórica carrera de Ender y los trabajos de simulacro y estrategia intergaláctica, donde el espacio virtual de batalla es el único ámbito que busca dar forma a una guerra que parece existir a millones de kilómetros.

Los efectos especiales de El juego de Ender parecen sacados de una película de antaño, con acciones que se observan a la lejanía, como si fuese un videojuego, lo que aparta al espectador, dejándolo vacío, gravitando, como los mini astronautas que la protagonizan.

La correcta actuación de Asa Butterfield (Hugo, de la La invención de Hugo Cabret) es lo único rescatable de un filme repleto de histéricos y excesivos cambios de plano, a tal velocidad, que diluyen la acción. Y ese frenesí eyecta a todos, haciendo imposible compenetrarse a fondo con la historia.