El Jilguero: Después del atentado. Las fechas son cercanas. El suceso es algo similar. La sensación intenta ser la misma. El 11 de septiembre de 2001 sucedió en estados unidos uno de los atentados más conocidos de la historia de ese país. A partir de ahí, la vida de todos sus ciudadanos fue un antes y un después. Con intención de mover alguna emoción, la película El jilguero (basada en el libro homónimo) intenta recrear ese sentimiento, pero sin mover mucho la marea. Siendo respetuosa. Pero la pregunta que uno se plantea al verla es… ¿El hecho de ser respetuosa es suficiente motivo como para justificar su calidad? El jilguero es una película dirigida por el poco conocido John Crowley, pero con un elenco de actores encabezados por los prestigiosos Nicole Kidman (Eyes Wide Shut, The Others), Ansel Elgort (Baby Driver, Divergent) y otras caras no tan prestigiosas, pero que pueden resultar conocidas como Luke Wilson, Sarah Paulson o Jeffrey Wright. La historia, basada en un libro best-seller del mismo nombre, cuenta la historia de Theo Decker, un niño que pierde a su madre en un atentado terrorista realizado en un museo de arte y, más adelante, la vida de ese niño una vez convertido en adulto. A pesar de no especificar ninguna fecha clara, la película transmite la sensación de que este hecho es contemporáneo al atentado a las torres gemelas que sucedió aquel 11 de septiembre, aunque desde acá es importante avisar que todo lo que sucede en la historia, aunque pueda tener su inspiración en la vida real, es cien por ciento ficción. Es importante hablar de la fotografía muy bien trabajada y cuidada de Roger Deakins, uno de los mejores directores de fotografía que existen actualmente. Queda claro que no es su mejor trabajo, pero aún así logra generar ambientes visualmente ricos e interesantes de ver. También hay algunas actuaciones, como por ejemplo la de Oakes Fegley interpretando al joven Theo Decker, que resaltan por su calidad y trabajo de caracterización. Realmente sorprende su habilidad actoral a tan corta edad. Pero, a pesar de estos detalles de muy buen color, la película no logra llegar a buen puerto. En ningún momento vemos un personaje poco realista o tampoco vamos a ver una situación poco construida, pero la historia en sí misma llama muy poco. Hay algo en el ritmo de los planos y en sus idas y vueltas temporales (la película va y viene contando la historia del protagonista de joven y de adulto) que pone enormes trabas a la pata emocional de este film. Decisiones que terminan recayendo demasiado en John Crowley, el director, quien parece tener más cuidado con no cruzar ninguna línea y hacer la película más correcta posible que con contar un conflicto interesante o un desarrollo de personajes atractivo. Y eso es una lástima. Es una lástima porque este guion no carece de decisión sobre lo que quiere transmitir. Su intención es clara. Pero dentro de esa pretensión, la emoción resulta demasiado artificial. Ansel Elgort, por ejemplo, quien interpreta a la versión adulta de Theo Decker, no logra personificar su personaje. Sus lágrimas son artificiales y su sentimiento resulta simplemente falso. No es la excepción. Muchos de los actores en esta película no lograron una actuación verosímil, sobre todo cuando la historia realmente parece pedir un nivel dramático y emocional fuerte. Ahí es cuando más se cae. Si a toda esta fórmula algo fallida se le suman las casi dos horas y media que dura el metraje de esta película, está claro que el resultado no va a ser positivo. Mientras que por un lado tenemos un guion respetuoso, una historia aparentemente profunda y hasta una reflexión interesante sobre el arte, la cual decidí no profundizar por cuestión de spoilers, tenemos también por el otro lado a su ritmo regular y su dirección que llega a ser directamente mala en algunas ocasiones. Puede que alguien conecte con lo que transmite el film, y sinceramente no me sorprendería ver a personas afectadas en su vida real por algún ataque terrorista que dejen caer una lágrima en algunos momentos, pero la película falla en el acto de mimetizar, falla en hacer al espectador parte de la historia que cuenta. Y eso, lamentablemente, afecta directamente al producto final
La película del director John Crowley cuenta con un gran elenco y está basada en la novela "The Goldfinch" de Donna Tartt (2013), ganadora del Premio Pulitzer en 2014. No habrá sido fácil para Peter Straughan su traslado al cine, aunque hay muchas escenas que se repiten, en un continuo flasback por la vida de Theodore Decker (Oakes Fegley de niño y Ansel Elgort de adulto) que se ve descarrilada al perder a su madre en un atentado en el Museo Metropolitano de New York adonde habían ido de visita. El título del libro refiere a la pintura exhibida en dicho museo llamada "El Jilguero", que era la preferida de su progenitora. Cuando Theo reacciona luego de la explosión, toma la pintura y un anillo por pedido de un anciano moribundo que estaba con una niña (luego sabremos que es Pippa) que le pide que lo devuelva a su socio, Hobbie (Jeffrey Wright). Al llegar allí descubre un negocio de antigüedades llamado “Hobart & Blackwell”, se reencuentra con Pippa (Aimee Laurence de niña y Ashleigh Cummings de adulta), a quien ya había visto en el Museo, y quien sería su amiga por siempre. El atentado cambia su vida, ahora es huérfano. Su padre los había abandonado y Theo es llevado a la casa de su mejor amigo Andy (Ryan Foust) donde es recibido con amor, especialmente por la Sra. Barbour (Nicole Kidman). Saborea un poco la clase alta y el amor de la familia que lo acoge e intenta adoptarlo, visita a su amigo Hobbie y aprende sobre la restauración de muebles hasta la sorpresa de la vuelta de su padre alcohólico, Larry (Luke Wilson) y su nueva novia Xandra, (Sarah Paulson) quienes lo arrancan de su vida acomodada para llevarlo a Las Vegas. Demasiados cambios en la vida de Theo. Conoce a un nuevo amigo, el ucraniano Boris (Finn Wolfhard de niño y Aneurin Barnard de adulto) quien lo introduce a nuevas experiencias non sanctas. La sombra del cuadro que lleva consigo en secreto, el pasado y la culpa lo atormentan. Otros hechos que no voy a develar lo obligan a escapar a NY. Durante el film de 149’ (le sobran minutos), Theo intenta preservar la pintura en un intento desesperado de tener algo que su madre admiraba. El elenco es talentoso, especialmente el niño Oakes Fegley quien transmite de manera brillante tanto dolor para alguien tan joven. Muy buena fotografía de Roger Deakins. Quizás hay fallas cuando se traslada un libro de 784 páginas al cine pero no deja de ser una historia interesante.---> https://www.youtube.com/watch?v=W7lmqaCaZxc TITULO ORIGINAL: The Goldfinch DIRECCIÓN: John Crowley. ACTORES: Nicole Kidman, Sarah Paulson, Ansel Elgort. ACTORES SECUNDARIOS: Ansel Elgort, Luke Wilson, Jeffrey Wright, Finn Wolfhard, Ashleigh Cummings. GUION: Peter Straughan. FOTOGRAFIA: Roger Deakins. MÚSICA: Trevor Gureckis. GENERO: Drama . ORIGEN: Estados Unidos. DURACION: 149 Minutos CALIFICACION: No disponible por el momento DISTRIBUIDORA: Warner Bros FORMATOS: 2D. ESTRENO: 19 de Septiembre de 2019 ESTRENO EN USA: 11 de Octubre de 2019
Pájaros volando Cada año al acercarse la temporada de premios asistimos a la misma dinámica hollywoodense: un estudio enorme se frota las manos buscando algún best seller al que aún no le ha sacado jugo, con el propósito de encontrar un espacio dentro de las ostentosas y, en buena medida, superficiales ceremonias de premiación estadounidenses. Para lograr su cometido, ese estudio enorme pone sus manos dentro de la bolsa de directores disponibles y le encomienda al elegido la ardua tarea de adaptar cinematográficamente las páginas de la novela premiada selecta, siguiendo la cuestionable lógica de “libro aclamado por público y crítica es equivalente a film taquillero y condecorado por los jurados de premiación”. Son las conocidas como “carnadas para Oscars”, películas que apuntan al melodrama lacrimógeno, el cual puede desarrollarse al interior de un contexto histórico épico o también, en repetidas ocasiones, dentro de una familia disfuncional de clase media/ alta bien acomodada social y económicamente. Esta temporada ese lugar es ocupado por la adaptación de The Goldfinch, una novela publicada en 2013 por Donna Tartt y ganadora del premio Pulitzer por mejor ficción en el 2014; con semejante reconocimiento, solo era cuestión de tiempo para que la industria apunte toda su maquinaria para transformar el papel en imagen. La historia sigue la vida de Theodore Decker (Ansel Elgort/ Oakes Fegley) desde sus 13 años, cuando es testigo de un atentado terrorista dentro del Museo Metropolitano de Arte en Nueva York y donde su madre es una de las víctimas fatales. Antes de escapar de los escombros, el joven protagonista se lleva con él un cuadro titulado El Jilguero, una pintura de 1654 sobre un pájaro con una de sus patas atadas a un comedero, además de un anillo entregado por una de las víctimas mientras agonizaba. Luego del hecho la vida del joven se desmorona, pero encuentra refugio en la casa de la adinerada familia Barbour. Theo establece vínculos con Hobie (Jeffrey Wright), un vendedor de antigüedades, y Pippa (Aimee Laurence/ Ashleigh Cummings), una niña sobreviviente del ataque al museo; ambos ocuparán un rol fundamental dentro del futuro del protagonista. Los Barbour pretenden adoptar al chico, pero la llegada de su distanciado y ex alcohólico padre (Luke Wilson) frustra el intento y el joven es prácticamente obligado a vivir con su progenitor y su nueva pareja (Sarah Paulson) en Texas. Allí conocerá a Boris (Finn Wolfhard), un joven ucraniano golpeado por su padre, que llevará a Theo por el camino de las drogas para tolerar su pesada vida. Intercalando situaciones que ocurren en el presente y el pasado, observamos cómo Theo lidia con el estrés post-traumático, la culpa del sobreviviente y la adicción durante su pubertad y adultez; la premisa es interesante en un principio y hasta puede tener algún tenue elemento hitchcockiano en relación al robo de la pintura. No obstante, la ejecución de la historia se estanca en un simple patetismo de un personaje al cual no le sale una bien y la tragedia propia y de terceros lo persigue como una nube gris. No hay nada de malo con una historia trágica per se, pero El Jilguero (The Goldfinch, 2019) comete el error de jugar acorde a los libros de reglas establecidos para el melodrama más básico, tanto que tal vez hubiera conseguido mejor suerte siendo adaptada como una novela para algún canal de televisión en la franja horaria de la tarde. Buena parte de los adultos con los que se relaciona el protagonista fomentan absurda e irresponsablemente su consumo problemático de drogas: la fría, pero al mismo tiempo afectuosa, matriarca de la familia Barbour (Nicole Kidman haciendo de Nicole Kidman) le entrega un frasco con ansiolíticos después de escuchar a Theo sufrir una pesadilla y su padre le facilita más pastillas para sobrellevar el viaje en avión hasta Texas. Todo dentro de un contexto en donde las situaciones y reacciones exageradamente dramáticas de determinados personajes en algún momento provocan alguna risa involuntaria y la sensación de que los 149 minutos de metraje podrían haber sido recortados hasta menos de las dos horas o de que se podría haber invertido el tiempo en darle más profundidad al protagonista. Ese es el núcleo del problema, la falta de profundidad y vitalidad con la que se encara la historia. Boris, por ejemplo, es el estereotipo del adolescente dark, ochentoso hasta la médula, que usa un paraguas para protegerse del sol que tanto odia. ¿Y a quien eligieron para interpretarlo? Nada más y nada menos que al protagonista de Stranger Things, intentando imitar un acento ucraniano de una manera más que forzada. Esto es explotación hollywoodense en su máxima expresión. El insulto final es utilizar música de Radiohead y los Rolling Stones con la pretensión de darle profundidad a escenas que tal vez en el libro sean significativas, pero que en pantalla no logran alcanzar una emotividad que se perciba como sincera. Ya en su desenlace la película da un vuelco inverosímil hacia una conclusión cargada de autos, armas, drogas y contrabandistas de arte. Todo esto apuntando a una conclusión llena de acción que termina de la forma más anticlimática posible: una charla de bar. En fin, El Jilguero cae en el melodrama más pomposo y artificial heredero de películas como Extremely Loud and Incredibly Close (2011) para entrar en la categoría de “carnada para Oscar”. Depende de nosotros si morder ese anzuelo superficial o no.
Un pájaro que no termina de levantar vuelo. Crítica de “El Jilguero” de John Crowley. Tras la muerte de su madre en un atentado terrorista con bomba en el Museo Metropolitan de Nueva York, el joven Theodore Decker, de 13 años, es acogido por una acaudalada familia del Upper East Side de Manhattan. La tragedia cambiará el curso de la vida de Theodore, sumergiéndolo en una odisea de dolor y culpa, reinvención, redención e incluso amor. Adaptación de la obra literaria de Donna Tartt con el mismo nombre, la película pone en foco en Theo (Oakes Fegley y luego Ansel Elgort), quien trás la muerte de su madre en un atentado terrorista cuando tiene 13 años le provocará heridas internas que luchará por cerrar. Su padre ausente, Theo es enviado a vivir temporalmente con la familia de clase alta perteneciente a un amigo de la escuela y se acerca a la matriarca Samantha (Nicole Kidman), una mujer fría que se une con él por su amor mutuo por el arte. Cuando su padre Larry (Luke Wilson) reaparece, Theo es enviado a vivir con él y su novia indiferente Xandra (Sarah Paulson). A partir de ahí comienza un viaje de tutor a tutor y de lugar en lugar mientras Theo lucha por descubrir a quién es y donde pertenece, dividido entre una acogedora pero problemática familia adinerada y el dueño de una tienda de antigüedades (Jeffrey Wright). Un poco tediosa en el principio cuando nos muestra la relación del joven con su nueva familia, a pesar de la atractiva relación que mantiene con Samantha (Nicole Kidman, siempre fina y misteriosa). Se pone interesante y cobra dinamismo cuando indaga en los conflictos internos de Theo (la culpa por la muerte de su madre), sobre todo cuando se va a vivir a Las Vegas con su padre alcohólico y su pareja (Interpretados por Luke Wilson y la genial Sarah Paulson). En medio del desierto estadounidense conoce a Boris (Finn Wolfhard) un amigo que lo marcará para siempre. Pero final se vuelve un thriller previsible, plagada de situaciones fortuitas que parecen puestas para cerrar la película a las apuradas y que no se extienda más, de su ya larga duración. Lo mejor? La actuación de Ansel Elgort (Baby Driver) y Oakis Feagley interpretando a Theo adulto y niño, respectivamente. “El Jilguero” es una historia de romance, terrorismo, dolor, adicción a las drogas y espionaje del mundo del arte. Desde los planos técnicos la película es excelente, con una puesta en escena impecable y una fotografía que eleva el contenido, dándole un tono artístico que se condice con las obras de arte que se encuentran en el museo. Quién haya leído el libro seguramente podrá dar una opinión mejor sobre el traspaso al cine, pero la película da la sensación que se queda a mitad de camino. Es extensa en su duración (2 horas y media) y a pesar de eso no desarrolla bien la cabalgata de personajes que presenta. Una película pretensiosa que aparenta más de lo que muestra. Puntaje: 60/100. Share this... Share on FacebookTweet about this on Twitter Adelantos, Cine, Critica, Drama, Estrenos Editar"Un pájaro que no termina de levantar vuelo. Crítica de “El Jilguero” de John Crowley."
No todas las historias comienzan desde el principio, y este es el caso de El jilguero (The Goldfinch) ya que la película nos recibe con un Ansel Elgort, interpretando a Theodore Decker, con un monólogo de apertura tan dramático que te lleva directamente a enfrentar a la obra literaria en la que se basa este film. Theo es un joven de 12 años cuando pierde a su madre en un atentado terrorista en el Museo Metropolitano de Arte, “toma” una pintura invaluable del museo y crece para convertirse en un comerciante de antigüedades falsificadas. Bueno, no falsificadas, sino “creadas” para ser antigüedades. A lo largo de la historia, nos encontramos volviendo del presente al pasado y viceversa, acompañando a nuestro protagonistas desde un momento crítico de su vida -que lo vincula con el cuadro “El Jilguero”, de Carel Frabritius- y todo lo que viven, tanto Theo como el cuadro, desde su estadía con la familia Barbour, su vida en Las Vegas junto a su padre Larry (Luke Wilson) y su novia que se dedica a vender drogas (Sarah Paulson), hasta sus años vividos en Nueva york junto a su compañero y maestro Hobie. El jilguero está dirigida por John Crowley con el guión de Peter Straughan que se desvía levemente del material original de la novela publicada en el 2013 por Donna Tartt. Es un relato en primera persona de la historia trágica y llena de eventos desafortunados de Theodore Decker, que vive parte de su vida acomplejado por algo que no hizo. Lo fantástico de esta adaptación es el casting. Desde el momento en que empezás a leer el libro probablemente imaginas a Nicole Kidman en el papel de Samantha Barbour, coleccionista de arte de Park Avenue y madre de cuatro hijos que abre las puertas de su casa a un joven Theo (interpretado por Oakes Fegley) después de que sobreviviera a la explosión del Met y se fuera a su casa a esperar a su madre, Audrey (Hailey Wist), quien nunca llega. Ademas, Jeffrey Wright también es perfecto como James “Hobie” Hobart, un restaurador de antigüedades con quien Theo viviría y tendría una relación muy cercana en la película. Del mismo modo, Finn Wolfhard, el joven actor que interpreta al amigo de Theo, Boris, que es un desencadenante gigante de del arco final de la película. Si bien la película dura 149 minutos, hay muchos sucesos y mucho drama aplastado todo junto para poder entrar en ese tiempo. Hay muchas cosas, demasiado incluso para una película de 2 horas y media. Quizás debería haber sido una adaptación de una temporada para algún servicio de streaming como Netflix, Hulu o Amazon. Pero así sucede con las adaptaciones de libros. Si una novela tiene el suficiente éxito, (te estoy mirando a Stephen King!), invariablemente se lo traslada a la gran pantalla, sea o no adecuada para esta, y el guionista está obligado a incluir la mayor cantidad de contenido original posible, lo cual nos deja con un resumen de una novela de más de mil hojas en una película de apenas más de dos.
Nido vacío Con El jilguero (The Goldgfinch, 2019) John Crowley vuelve a ponerse detrás de cámara tras su exitosa experiencia con Brooklyn, película que consiguió tres nominaciones a los premios Oscar y generó bastante run run en la temporada de premios allá por 2016, a pesar de no conseguir ninguno particularmente relevante. En esta ocasión vuelve a adaptar una novela, el best-seller homónimo de Donna Tartt que supo mantenerse durante treinta semanas en la lista de los más leídos del prestigioso New York Times. El jilguero sigue el derrotero (¿?) de Theo Decker, un chico cuya vida da un giro de 180 grados el día que pierde a su madre tras un atentado en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York. Desde ese momento vida alternará entre la casa de familia de clase alta de un compañero de colegio, el hogar de su padre abandónico y la tienda de antigüedades del hombre que le dará un techo y un oficio. El relato nos lleva por los años de niñez, adolescencia y primer adultez de Theo, marcados por una tragedia que le genera un trauma tan imborrable como recurrente. Ansel Elgort (Bajo la misma estrella, Baby: El Aprendíz del Crimen) interpreta la encarnación más madura de Theo acompañado por pesos pesados como Nicole Kidman, Luke Wilson, Sarah Paulson y Jeffrey Wright, sin contar el aporte de uno de los niños prodigio del momento Finn Wolfhard (Stranger Things, It (Eso)). La troupe de actores hace un trabajo impecable con el material, pero acá no se trata de un problema de quiénes, sino de qué y cómo. Los extensísimos 149 minutos de duración intentan englobar tanto de la novela original como le es posible, olvidando que una obra audiovisual no se mueve por los mismos canales que una obra escrita. De la misma forma es casi inevitable la asociación con Tan fuerte y tan cerca (2012), otra película basada en un best-seller literario que involucra a un niño y una tragedia en medio de un ataque terrorista. A través de los años, Theo supo guardar un secreto que lo acompaña desde el día en que perdió a su madre, un secreto que el guionista Peter Straughan (Frank, El topo) convierte en un recurso caprichoso que aparece y desaparece de la trama de forma inconsistente, sólo para recordarnos su conexión con el título del film, derivando en una excusa para retener información como único recurso para generar intriga en el espectador sobre un hecho que jamás logra igualar el peso dramático del devenir de los personajes y sus tribulaciones. El tercer acto de esta primer colaboración entre Amazon Studios y Warner Bros es prácticamente una película dentro de sí misma, tan descolocada en relación a lo desarrollado previamente que termina desbalanceando considerablemente una producción que, a pesar de su reparto de lujo y una estética que consigue momentos realmente bellos, nunca logra conmover a pesar de todos los "dramones" que va plantando en el camino.
Aburrida y golpe bajista por demás, El Jilguero es la clara muestra de como no adaptar un best seller a la gran pantalla. John Crowley, director reconocido por su trabajo en Brooklyn (2015), es el encargado de llevar a la gran pantalla una historia que supo ser escrita por la novelista Donna Tart y que cuyo libro se consolidó como el número uno en ventas en diferentes partes del mundo y además ganó el Premio Pulitzer a Obra Literaria de Ficción en 2013. Ahora esa historia que supo conmover a millones de personas llega al cine con un elenco de lujo y con aspiraciones concretas de figurar en la temporada de premios. Theodore Decker (Oakes Fegley) era un joven de no más de 13 años cuando en un día de paseo con su madre, el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York fue bombardeado en un acto terrorista con ellos dentro, perdiendo así a su madre. Este evento repercutió permanentemente en la vida del joven y en los constantes cambios de domicilio que tuvo que tener, primero con la familia Barbour con Samantha (Nicole Kidman) a la cabeza, luego con el regreso de su padre biológico Larry (Luke Wilson) y más tarde con Hobie (Jeffrey Wright), un hombre que le ensañará un oficio para lograr dejar de lado y para siempre el evento que lo marcó tanto. Pero a lo largo de todos los años Theodore ha mantenido un secreto muy importante y es que desde el día del atentado él se quedó con un cuadro que aún no se había quemado y que jamás devolvió. Ese cuadro es El Jilguero y casi una década después del incidente, el ahora adulto Theodore (Ansel Elgort) se encontrará con problemas que nunca se hubiese imaginado. Cuando se dice que mayoritariamente las adaptaciones de libros a la gran pantalla suelen ser fiascos, quizás una de las mayores razones es que la estructura de un formato literario a otro no puede darse de la misma manera. Y ahí está el mayor problema de El Jilguero (The Goldfinch, 2019), una película que no sólo se apega concretamente al material original sino que transmite una solemnidad no propia del libro. El guion, escrito por Peter Straughan, demuestra la manera equivocada de mostrar flashbacks y flashforwards haciendo el relato muy tedioso, por demás aburrido y sobre todo repetitivo, dándole un esquema más rígido de lo que debería ser. En cada uno de estos segmentos, tanto en el pasado como en el presente, el guion busca permanentemente conmover al espectador y fracasa estrepitosamente escena a escena. A su vez los aspectos propios de la dirección están muy bien llevados a cabo. Ya sea por lo movimientos de cámara, la iluminación, la fotografía y hasta la música dan a cuenta de que John Crowley es un director que sabe generar clima a través de las cámaras. Si bien el elenco está constituido por un grupo de actores y actrices de primerísimo nivel con nombres como Ansel Elgort, Nicole Kidman, Sarah Paulson, Luke Wilson y Jeffrey Wright entre otros, las mejores actuaciones las llevan a cabo dos actores que están haciendo sus primeras armas en el cine a pesar de ya llevar varios años figurando en series y en películas menores. Finn Wolfhard (Stranger Things, IT) y Oakes Fegley (Mi Amigo el Dragón, 2016) son los que decididamente se llevan todos los elogios y demuestran que son actores que ya tienen las armas suficientes como para figurar en películas con otro perfil, más similares a ésta, donde pueden demostrar todas sus capacidades. Por otra parte los actores más conocidos y de más renombre no logran demostrar todo lo que sus pergaminos dicen y el gran motivo es la floja estructura y desarrollo en cada uno de sus personajes. El Jilguero termina siendo una mediocre película teniendo en cuenta el material original de la obra y el elenco con el que cuenta. Un guion aburrido, solemne, repetitivo y que busca constantemente el golpe bajo termina arruinando la buenas decisiones del director y no logran consolidar este film cómo uno de los mejores del año.
Theo pierde a su madre en al atentado al Museo Metropolitano de Nueva York. Con solo 13 años y sin conocer el paradero de su padre, las autoridades lo llevan hasta la casa de su mejor amigo en donde es recibido de manera dispar por la familia, vecinos adinerados del Upper East Side de Manhattan. Solo dos cosas recuerda con claridad tras el bombardeo: un anciano le entregó un anillo que debe llevar a un anticuario y le pidió que escondiera en su mochila el pequeño cuadro El Jilguero.
Una vida penosa El Jilguero (The Goldfinch, 2019) es una película dramática dirigida por John Crowley (Brooklyn) y escrita por Peter Straughan. Basada en la novela homónima de la autora Donna Tartt, la cual ganó el Premio Pulitzer en 2014, la cinta cuenta con un reparto compuesto por Oakes Fegley (Mi Amigo El Dragón), Ansel Elgort (Bajo la Misma Estrella), Jeffrey Wright (Los Juegos del Hambre: En Llamas), Finn Wolfhard (Stranger Things), Nicole Kidman, Luke Wilson, Sarah Paulson (American Horror Story), Ashleigh Cummings, Aimee Laurence, Willa Fitzgerald, Aneurin Barnard, entre otros. La historia gira en torno a Theo Decker (Oakes Fegley), un chico de 13 años que pierde a su madre debido a un atentado en el Museo Metropolitano de Arte. Desde ese momento de shock, Theo pasa a convivir con la familia de su compañero de escuela Andy (Ryan Foust), ya que su padre lo abandonó ni bien nació. Sin embargo, cuando el joven ya se está adaptando a vivir con los Barbour, su alcohólico progenitor reaparece con su novia Xandra (Sarah Paulson) y se lo lleva a vivir con ellos a una zona desierta de Las Vegas. Aún manteniendo escondido el cuadro de “El Jilguero” (Theo se lo llevó bajo instrucciones de un herido luego de la explosión en el museo), el relato continuará alrededor de qué es lo que pasó con Decker ocho años después. Con una imponente fotografía del ganador del Óscar Roger Deakins, El Jilguero lamentablemente resulta una terrible decepción. Aunque la cinta cuenta con buenas actuaciones por parte de Oakes Fegley y Finn Wolfhard, la estructura narrativa y el guión fallan al 100%, logrando que las dos horas y media de duración se vuelvan tediosas por no poder transmitir en el espectador ni un ápice de emoción. Aunque la preadolescencia del protagonista consigue captar el interés por los trágicos momentos con los que tuvo que lidiar, la película nunca consigue definir su tonalidad. En vez de profundizar sobre la culpa, el miedo, la soledad o el enamoramiento a partir de un suceso atroz, el director prefiere dejar todo eso de lado para continuar mostrando la triste vida de Theo. De esta manera llegamos a la conclusión de que este tipo de historia que supo funcionar como novela, no era la indicada para ser adaptada a la pantalla grande. Por otro lado, justo cuando se empieza a creer que Ansel Elgort no tendrá una gran participación, el filme avanza ocho años después para mostrarnos la vida de adulto de Theo. Aún más colmada de golpes bajos, el tercer acto de la película, donde surge un conflicto que parece sacado de la galera y nada tiene que ver con lo planteado anteriormente, termina catapultando todo al fracaso. Con diálogos poco creíbles, sin un mensaje claro y, por sobre todo, incapaz de conmover, El Jilguero sorprende para mal teniendo en cuenta que su director hizo la maravillosa Brooklyn (2015). Si la penosa vida de Theo te llama la atención, seguramente el libro es mejor opción que este largometraje.
El jilguero se puede pensar como un ejercicio de lo que no debe hacerse en una adaptación. El libro éxito de Donna Tartt, que le valió el Pulitzer, era todo un desafío para llevar al cine. Extenso, guiado por un narrador en primera persona que despliega una mirada reflexiva y contagiada de un pulso redentor, exigía una atención y un cuidado extremos. Sin embargo, el guionista Peter Straughan decidió vestir el melodrama que se agita en el interior de su historia de la apariencia de un thriller escuálido y mundano, sin pasión ni emociones verdaderas. La muerte en un atentado de la madre del joven Theo Decker (Oakes Fegley/Ansel Egort) es el eje de su vida adulta, y es ese enclave dramático el que la película apenas transmite con ciertas insinuaciones. La aplastante solemnidad con la que se concibe cada una de las escenas tan solo se subvierte cuando Nicole Kidman logra nutrir a su madre sustituta de las evidentes contradicciones de ese esquivo rol. Pero los demás personajes y situaciones, que en el papel exudaban una honesta vitalidad, se convierten en descarnados arquetipos que oscilan entre la pereza y el ridículo. John Crowley, que había demostrado en Brooklyn una mirada cálida sobre sus criaturas, aquí parece desconcertado frente a un mundo que le resulta demasiado ajeno. Su puesta en escena no solo no toma ningún riesgo, sino que termina atrapada en el miedo de imaginar un detalle visual capaz de opacar la reverencia a la literatura.
La adaptación de El jilguero, el best seller de Donna Tart, que hizo John Crowley, el director de Brooklyn, honra tanto a su original que lleva a recordar que ser respetuoso no siempre acaba conduciendo a satisfacer los sentimientos. Para ser más claros: eran tantas las desgracias que padecía Theo Decker que hasta la manera en que se resuelve la película, tras casi dos horas y media de duración, más que conmovido deja al espectador tieso, apesadumbrado. El filme va y vuelve en el tiempo. Arranca con Theo adulto en Amsterdam, culpándose por una muerte, con algo de sangre en su camisa. Pero no es un fallecimiento reciente lo que aflige y casi descompone al atildado hombre, sino la de su madre. Tenía 13 años cuando juntos visitaron el Museo Metropolitano, en Nueva York, el día que ocurrió un atentado terrorista. Su madre muere, él sobrevive, y como no ve a su padre desde hace años, una familia rica, en más de un sentido (la madre es Nicole Kidman), lo adopta. Pero hay otro contacto que lo cambiará. En el museo, un hombre le entrega y le dice algo antes de fallecer. Y Theo va a un negocio de anticuarios, y conoce a Hobie (Jeffrey Wright), que pasa a ser como un padre. El problema para Theo es que su verdadero padre (Luke Wilson) regresa y se lo lleva al desierto de Nevada. Las malas compañías comenzarán a mellar en su entereza cuando conozca al ucraniano Boris (Finn Wolfhard, de Stranger Things e It). Drogas, alcohol y delincuencia aquí van de la mano. El filme va así sumando problemáticas a Theo, pero en vez de ser una masa más o menos homogénea, es una mezcolanza. La falta de ritmo y cómo se suman líneas narrativas (que van del arco de la comercialización en el mundo del arte -el título tiene que ver con un cuadro perdido en el Museo- a abusos de variado tipo) terminan generando más agobio y pesadumbre al ir aclarando los vaivenes de la trama (hay un guiño a Zama, la novela de Antonio Di Benedetto). Como se advierte, elenco al filme no le falta. Y Oakes Fegley ya está acostumbrado a lidiar y sufrir con dramas. El pequeño actor de Mi amigo el dragón y Wonderstruck, de Todd Haynes, está en comparación mejor que Ansel Elgort (Baby: El aprendiz del crimen y Bajo la misma estrella). Y el realizador irlandés contó detrás de cámara con Roger Deakins, un iluminador como hay pocos. La suma puede restar en vez de alcanzar un mejor producto, que, se ve, es lo que le sucedió a El jilguero.
Un huérfano, la constante búsqueda de identidad y pertenencia, y una pintura que conecta todo eso. The Goldfinch es la última película de John Crowley (Brooklyn), un drama que peca de pretencioso y que dura demasiado sin lograr involucrar al espectador en la trama.
Escuchar un partido de ajedrez por radio probablemente sea una experiencia más emocionante y entretenida que la tortura soporífera que ofrece el bodrio de El jilguero. Un caso extraño ya que se trata de una producción a la que le sobraba equipo para brindar algo interesante. La dirección corrió por cuenta de John Crowley, quien fue responsable de la película romántica Brooklyn, con Saoirse Ronan, que fue muy bien recibida en su momento y en esta ocasión contaba con un reparto prometedor, que incluye a Nicole Kidman, Ansel Elgort (Baby Driver), Sara Paulson y Finn Wolfhard (It). A esto se sumaba que la historia era una adaptación de la novela homónima de Donna Tartt con la que obtuvo un premio Pulitzer. No leí el libro y tal vez sea una experiencia bárbara pero la ejecución de la adaptación para el cine resultó completamente tediosa. Salvo por el rol sobreactuado de Luke Wilson los miembros centrales del reparto parecen anestesiados y dificultan muchísimo la conexión con la trama y las situaciones que viven los personajes. El film de Crowley tarda una eternidad en establecer un conflicto interesante y no ayuda para nada que el contexto donde se desenvuelven los protagonistas sea penosamente aburrido. Hay un supuesto coming of age que tiene la intención de ser profundo pero el director nunca consigue generar el mínimo atractivo por el culebrón que presenta. Todo el melodrama que aspira a plantear una reflexión sobre la culpa y el duelo frente a una pérdida está trabajado con tanta artificialidad que impide disfrutar la historia y las subtramas que la rodean. No pongo en duda el mismo relato en su versión literaria sea muy bueno, pero la dirección de esta película no lo es y se dificulta encontrar alguna virtud notable en esta propuesta, más allá de la fotografía de Roger Deakins (Sicario). Las dos horas y medias que dura el film se vuelven tediosas y el alivio recién llega cuando se prenden las luces del cine y nos libera del tormento. Sólo para masoquistas.
No leí el best seller de Donna Tartt, así que entré a ver el film con la información que había obtenido en el trailer meses antes. No pretendía nada, solo esperaba que la película me atrapara para que sus casi tres horas de duración no se me hicieran largas. Y por fortuna sucedió ello. Quedé inmerso en un mundo cautivante, pero que al mismo tiempo se me hizo difícil de digerir. Soy consciente de que este film aburrirá a mucha gente y es mi deber aclararlo. La narrativa es lenta, se toma su tiempo, y para muchos espectadores no les será fácil. Asimismo, hay un tema de identificación y empatía con su protagonista. Disfruté mucho más la versión adolescente de Theo Decker y todo ese mundo que su vida adulta. Y buena parte del metraje está destinado a contar esos años que, además, son la verdadera causa y gatillo de todo. Me refiero a varios pasajes de su vida y no al incidente que da origen a todo. El director John Crowley, quien también es el responsable de otra película cautivante tal como lo fue Brooklyn (2015), hace una buena puesta apoyándose mucho, tal vez demasiado, en su elenco (joven). Así es como el joven Oakes Fegley le roba todo a Ansel Elgort, y que suceden situaciones como que interese más ver a Finn Wolfhard que a Nicole Kidman. El guión es intrincado, hay mucho subtexto y muchos detalles. Y aún así no logra una contundencia. Pero, sin embargo, El Jilguero posee cierta mística y una capacidad brillante de atrapar al espectador si es que éste entra en código. En definitiva, si te gusta mucho el cine y las películas largas, es una buena chance de experimentar un poco y ver qué te pasa.
Un chico que, a los 13 años, pierde a su madre en un atentado terrorista y de allí en más debe reconstruirse. El problema de una película que adapta un libro que no está en la memoria colectiva incluso si es un best seller es que su mito es menor que sus palabras. Y el realizador siempre se enfrenta a la disyuntiva de qué dejar y qué no. Esta historia de un chico que, a los 13 años, pierde a su madre en un atentado terrorista y de allí en más debe reconstruirse es ocasionalmente todo lo emotiva que debe ser, pero en otros momentos da la impresión de que las secuencias se han elegido por separado, por su potencial emotivo más que por la forma de ser realizadas. El resultado es desparejo: demasiado largo por un lado, apresurado por otro. Las actuaciones aportan mucho más que la puesta en escena (es una película sobre todo de personajes) y eso genera un equilibrio que permiten disfrutar de los momentos que lo merecen. De paso -quizás es una regla a verificar- cuanto más joven el personaje, más emotivo el resultado en pantalla.
Theo Decker acaba de perder a su madre en un atentado, y sin contacto con su progenitor, es acunado en la casa de su mejor amigo. De a poco su vida se empieza a encausar, hasta que tiene que ir a vivir con su ahora aparecido padre. La vida de Theoserá un vaivén entre amistades y gente que de verdad lo quiere, con aquellos que solo lo utilizan para mantener las apariencias o por su dinero. El jilguero es una película compleja de analizar, ya que toca bastantes temas, y no todos de la mejor forma; haciendo que a simple vista estemos ante un proyecto que pareciera ser un menjunje de sub géneros y tramas que no llevan a ningún lado; pero al mismo tiempo, la película es tan hipnótica, que no podemos dejar de verla. Esto queda en evidencia con dos sub tramas que involucran al protagonista con dos chicas, la primera de ella siendo clave en su infancia pero que a lo largo de su vida apenas vio; y la otra la hermana de su mejor amigo y a quien conoció cuando vivió en la residencia de ellos. Los dos arcos apenas afectan a la historia principal, haciendo que se sientan innecesarios, y que solo están ahí para estirar un metraje que se extiende a las dos horas y media sin necesidad. Por suerte el resto de las tramas si funcionan, sobre todo una donde se ve involucrado a un joven Theo con uno de sus primeros amigos, y como este fue clave tanto en su infancia como en su vida adulta. Y esto es algo que se repite a lo largo de El jilguero; ver como personajes que conocíamos en sus versiones antiguas, re aparecen en la actualidad más viejos, y como el paso del tiempo fue cambiando sus personalidades. Todo esto viene acompañado de algunas actuaciones que son de primer nivel, como la de Ansel Elgort o Nicole Kidman, quienes se roban la función. Quizás en este apartado, el punto más flaco lo termina dando Finn Wolfhard, a quien pusieron a hablar con un acento ruso que parece más una parodia de su personaje en It, que alguien de dicha ascendencia. El jilguero termina siendo una buena película, con una fotografía y música hermosa y buenas actuaciones, pero que flojea en su trama. No porque el arco principal sea malo, sino porque se diluye de a ratos metiendo historias que no aportan nada al relato final. Antes de ir al cine, replantéense si están dispuestos a pasar dos horas y media así.
El Jilguero es una poco atractiva adaptación literaria Una adaptación que nos debería conmover de pies a cabeza y, sin embargo, su desprolijidad y chatura nos apartan del relato. No todos los best sellers encuentran en la pantalla grande su mejor traducción. Es el caso de “El Jilguero” (The Goldfinch, 2013), la novela homónima de Donna Tartt, mucho más simple y contundente que la adaptación cinematográfica a cargo del director John Crowley (“Brooklyn”) y el guionista Peter Straughan (“El Muñeco de Nieve”). La película se centra en gran parte de la vida de Theo Decker (Ansel Elgort), jovencito que tuvo una infancia difícil y quedó marcado por la pérdida. La realidad del pequeño Theo (Oakes Fegley) se detiene a la edad de 13 años, cuando su mamá fallece durante un atentado terrorista en el Museo de Arte Metropolitano de la ciudad de Nueva York. Decker y su culpa sobreviven, y con un padre ausente, queda al cuidado de los Barbour, la conservadora familia de su compañero Andy del que, poco a poco, comienza a entablar amistad. La relación es mucho más estrecha con mamá Samantha (Nicole Kidman), quien a pesar del recelo inicial, lo termina considerando como un hijo propio. De repente, Theo no está tan solo y, además de los Barbour, también empieza a frecuentar la tienda de antigüedades de James ‘Hobie’ Hobart (Jeffrey Wright), la mitad de Hobart & Blackwell, socio y compañero de Welton ‘Welty’ Blackwell, quien también falleció en el ataque. La tarea que se impone el nene es devolver un anillo que pertenecía a Welty y, de paso, conocer a la pequeña Pippa (Aimee Laurence), sobrina del anticuario que sobrevivió con varias heridas graves. Ambos chicos empiezan a conectar, pero Pippa pronto se muda a Texas con sus tíos, otra pérdida para el joven Decker que no logra estabilidad en su vida. Esto último parece llegar cuando los Barbour deciden adoptarlo, pero ahí aparecen papá Larry (Luke Wilson) y su novia Xandra (Sarah Paulson) con ganas de reclamar al retoño. Así, Theo deja la comodidad de Nueva York y se muda a Las Vegas con un padre que abandonó su fallida carrera de actor y se terminó entregando a las apuestas y la bebida. Pero el ánimo del peque se mantiene tras conocer a Boris (Finn Wolfhard), hijo de ucranianos que lo ayuda a despabilarse un poco. Todo este recorrido plagado de baches tiene un común denominador que sigue conectando a Theo con su trágico pasado: una pequeña pintura de Carel Fabritius (el jilguero del título), que el nene decidió robar del museo en ruinas y conservarla como si se tratara de un amuleto. Crowley y Straughan se concentran en cada detalle de esta parte de la vida del joven Decker, yendo y viniendo del presente al pasado de manera bastante aleatoria y desordenada, una estructura no lineal que, curiosamente, no aparece en la novela y, en el caso del film, ayuda a confundir al espectador y a retorcer una trama que nunca encuentra el verdadero equilibrio. Theo termina escapando de vuelta hacia Nueva York donde, ocho años después, se nos presenta como un exitoso comerciante de antigüedades, las mismas que restaura Hobie. Las peripecias de su vida recién comienzan cuando termina involucrado en situaciones mucho más peligrosas. El gran problema de “El Jilguero” (The Goldfinch, 2019) es su desprolijidad narrativa. Los realizadores nunca saben dónde detenerse y dónde hacer las elipsis necesarias para que la historia de Theo no se convierta en una sucesión de extraños acontecimientos, muchas veces, desconectados entre sí. Los saltos temporales no facilitan la digestión de un relato larguísimo y denso, con el que nunca nos podemos conectar, aunque desde la pantalla insistan en recalcar los momentos más tristes y traumáticos en la vida del protagonista. Amistades peligrosas Ni Elgort, con todo su encanto, logra un poco de empatía en un conjunto de personajes mayoritariamente desagradables (muy desagradables) y bizarros. Los Barbour se nos presentan como caricaturas extravagantes y un tanto snob, mientras que en Las Vegas se concentra lo peor de la humanidad, aparentemente. Al final, el drama se convierte en una trama criminal que apenas dura unas secuencias en pantalla dentro de un interminable metraje de dos horas y media que, además, no le resulta suficiente a la película para acomodar y expresar todo lo que se propone. “El Jilguero” es una película chata desde todos sus aspectos: actuaciones que no conmueven, una narración carente de propósito y una puesta en escena que no transmite absolutamente nada, a pesar de tener al magnánimo Roger Deakins como director de fotografía. El resultado es confuso, no porque su trama lo sea, sino porque en el afán de ser ‘originales’ los realizadores decidieron retorcer algo que no necesitaba tantas vueltas de tuerca.
Es la adaptación de una novela premiada por el Pulitzer de Donna Tartt, exitosa en su aceptación popular que es la historia de un niño hasta su adultez, que tuvo un hecho trágico que marco su vida y una culpabilidad que se instaló en su ser. El director John Crowley reunió a un verdadero equipo de estrellas para su producción (Nicole Kidman, Jeffrey Wright, Luke Wilson, Sara Paulson, Finn Wolfhard, Y para el mismo personaje Oakes Fegley y Ansel Elgort). Igual es destacable a nivel técnico, la dirección de arte, el vestuario, la música. Pero en la adaptación de Peter Straugham, en sus extensos 149 minutos están los problemas. Quiso destacar demasiados momentos, vivencias, que lucen interesantes pero no del todo bien engarzadas aunque hacia el final todo cierre a la perfección. Cada tramo de la traumatizada vida del protagonista por momentos tiene vida propia, sobresalen especialmente las escenas de su adolescencia en el desierto, la resolución final de acción, que parecen la unión de distintos films. El ritmo, el hilo conductor no se sostiene, a veces confunde, a pesar de sus valores positivos. Un secreto que tiene que ver con un pintura que da título, con acciones que van y vienen en el tiempo, para lograr cierto suspenso, amarra todo lo que ocurre pero no con eficacia.
Quedan los artistas El joven Theo parece dispuesto al suicidio en una habitación de hotel y repasa su vida hasta entonces, la serie de eventos que lo llevaron hasta esa situación desesperada en que se encuentra. Aunque no pasó grandes necesidades, su niñez no fue sencilla: en poco tiempo su padre alcohólico se dio a la fuga y su madre murió durante un atentado en un museo de donde él salió milagrosamente ileso. Solo en el mundo, fue temporalmente adoptado por la familia de un amigo de la escuela y trabó relación con la de un hombre que murió a su lado en el museo. Todo parecía encaminarse en un camino de felicidad, hasta que su padre reaparece para llevárselo al otro lado del país, lejos de todo lo que conoce. Pero hay un secreto que Theo no revela a nadie a lo largo de los años: antes de salir de entre los escombros que dejó el atentado, se apoderó de El Jilguero, una pequeña aunque famosa pintura de varios siglos de antigüedad que llevará consigo a cada nuevo hogar donde se mude. Contar una historia que abarca un período de tiempo tan largo y con tantos personajes secundarios tiene siempre el mismo problema: la síntesis. El Jilguero no hace distinciones de jerarquía entre las distintas historias que aborda, le da la misma importancia al eje central y a los hilos secundarios, los que aportan poco a la trama, mostrando a distintas personas intentando lidiar con el dolor de las pérdidas cada cual a su modo, pero en general con poco éxito. El detalle de que se aferre secretamente a ese cuadro como a un amuleto es la prueba de que Theo nunca logró dejar atrás el día del atentado, creciendo con la culpa de sentirse responsable por la muerte de su madre. Pero mucho de lo que relata en el medio es bastante irrelevante y ni siquiera está narrado de forma que resulte interesante, arrastrándose de una escena a otra sin dejar muy en claro hacia dónde va ni logrando que importe mucho. Hay algunas ideas potencialmente interesantes sobre la soledad de la culpa y el dolor, sobre cómo es muy difícil lograr que alguien realmente entienda ese sufrimiento tan íntimo; pero todo se muestra con tan poca pasión y con actuaciones tan deslucidas que en vez de provocar emociones trae bostezos y alguna que otra risa involuntaria (sobre todo cada vez que aparece el estereotipo de ucraniano que oficia de mejor amigo, tanto en versión niño como adulto). Los personajes entran y salen de la vida de Theo sin mucha lógica, produciendo situaciones que pocas veces terminan siendo relevantes, interesantes o creíbles, como si al mismo tiempo nada de lo que estaba en el papel pudiera quedar afuera pero tampoco pudiera realmente ser desarrollado. Tambaleándose, El Jilguerointenta dar un mensaje de amor al arte y de la necesidad de dejar atrás el dolor de las pérdidas, pero a duras penas logra sostener un poco de coherencia a lo largo de su excesiva duración.
Hay películas que desde el vamos cuentan con las piezas necesarias para ser prodigiosas. Eso es lo que sucede con "El jilguero": está dirigida por John Crowley, el mismo del drama romántico "Brooklyn", y tiene como director de fotografía a Roger Deakins. Está basada en la novela homónima de Donna Tartt, ganadora del premio Pulitzer 2014, y el elenco lo integra Ansel Elgort, Nicole Kidman, Sarah Paulson y Jeffrey Wright. No obstante, el filme no cumple con las expectativas. Con una narración que va y viene en el tiempo, la película -que fue presentada recientemente en el Festival de Cine de Toronto- comienza en una habitación de hotel en Amsterdam. Theo (Elgort), un joven al borde del suicidio, rememora ese día en el que su vida dio un giro inesperado: el del atentado. ANTES Y DESPUES El filme retrocede ocho años para mostrar a un Theo púber (Oakes Fegley) que pasea por el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York con su madre cuando una bomba explota en el lugar. Al morir ella, y sin saber del paradero de su padre, Theo se queda con la familia de un amigo de la escuela, los conservadores Barbour. Mientras el protagonista hace el duelo y se adapta a los nuevos cambios, visita a Pippa (Aimee Laurence), una chica que estaba ese día en el museo y terminó herida, y a su tutor Hobie (Wright), un restaurador de muebles que le es afín y despierta su admiración. Justo cuando Theo comienza a sentirse cómodo con los Barbour, sobre todo con la madre del clan (Kidman), quien baraja la posibilidad de adoptarlo, aparece el padre (Luke Wilson), un actor de poca monta, con su chica Xandra (Paulson) para llevárselo a vivir a Las Vegas. En el traslado, Theo lleva escondida la pintura "El jilguero", de Carel Fabritius, el cuadro que tomó del Met después de la explosión. Instalado en Las Vegas y sin sentirse a gusto con su familia paterna, Theo conoce a su amigo Boris (Finn Wolfhard, de "It" y "Stranger Things"), un ucraniano con quien experimenta el consumo de algunos estupefacientes, para finalmente escapar hacia Nueva York, ya no siendo ese niño disciplinado e inocente. "El jilguero" es un drama, pero también es un relato de iniciación y, además, hacia el tercer acto se vuelve una historia de gangsters. En esa hibridación de géneros es donde la película pierde el hilo conductor. Son 149 minutos de esbozar varias ideas y subtramas que no terminan de lograr un producto sólido. La mayor ambición del proyecto -y quizás el mayor fallo- fue transponer la extensa novela de Tartt y condensarla en una pieza fílmica.
La voluminosa novela El jilguero de Donna Tartt de gran éxito, ganadora del premio Pulitzer a la Ficción en el 2014, fue llevada a la pantalla por el prestigioso director John Crowley, autor de Brooklyn (2015), aquella nostálgica historia de amor que fue nominada a tres Oscar. El jilguero contó con un gran elenco para el numeroso reparto, entre los que se destacan Nicole Kidman, Sarah Paulson, Finn Wolfhaard (Strangers Things – It) y Ansel Elgort (Baby, el aprendiz del crimen – Divergente). A todo este equipo se sumó el guionista Peter Straughan (Al filo de la mentira – 2010) y la fotografía de Roger Deakins, cuyo currículum acredita un Oscar y 12 nominaciones de la misma estatuilla. Pese a la conjugación de artistas de renombre, todos destacados en su especialidad, la adaptación del exitoso libro no cubrió las expectativas. El uso constante del flash back y el flash forward, los saltos permanentes entre el pasado que transcurre cuando el protagonista tiene trece años y el presente catorce años después, no beneficiaron al film al no haberse detenido lo suficiente en sucesos claves. Boris, un personaje muy atractivo, debió ser más desarrollado, los romances del protagonista apenas fueron esbozados. Hay muchas historias que se entremezclan y el film solo presenta algunas estampas de un gran fresco. Lo que da origen a la novela es un atentado en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, en el cual el adolescente Theodore Decker (Oakes Fegley), llamado Theo, pierde a su madre. En medio de la confusión, un moribundo le entregará en custodia un óleo muy valioso de 1654 pintado por un artista holandés, Carel Fabritius (contemporáneo de Vermeer). Todos los prolegómenos y el ataque en sí que hubiesen creado suspenso, son obviados en el film, al igual que los entretelones de la amistad entre Theo y Tom Cable. De allí en más Theo pasa de los lujos de la familia Barbour en Park Avenue, padres de un compañero de clase que lo acogen, al apartado barrio en medio del desierto de Nevada cuando reaparece su padre alcohólico (Luke Wilson) con su nueva amante (Paulson). En el medio conocerá al anticuario Hobie (Jeffrey Wright), socio del agonizante en el museo, que le marcará su futuro profesional. En la aridez de Las Vegas trabará amistad con Boris, futuro compinche de correrías, secretos, vicios y peligros. Tendrá dos amores, uno duradero pero imposible con Pippa, una sobrina del anticuario, y el definitivo con Kitsey, hija de los Barbour. La valiosa tela que se encuentra en su poder desatará intrigas, chantajes, robos y asesinatos. Muchas temáticas (crecimiento, aventura, amistad, historia del arte) y situaciones (thriller, romance, desarraigo) que se presentan como parches. El jilguero, cuenta con un gran despliegue en la producción, pero falló en el traspaso del texto al film, le falta magia, una narración que atrape la atención del espectador. Los materiales estaban dispuestos, lamentablemente no fueron bien aprovechados. Habrá que leer el libro para apreciar todo aquello que el film no supo captar: un relato que envuelva al lector, la intensidad del thriller, un tratamiento más profundo de algunos personajes. Valoración: Buena.
Aún con sus idas y venidas, y la multiplicación de plots que hacen que el espectador pierda algunos detalles, esta propuesta que trabaja sobre temas como la identidad sexual, los vínculos y la soledad, ofrece un logrado film que escapa a cánones y estereotipos.
Una de las películas que sonaba fuerte para la cada vez más próxima temporada de premios es sin dudas “El jilguero” (aunque sus primeros números en la taquilla internacional no han resultado favorables). Tiene a un director nominado, John Crowley (“Brooklyn”), a Nicole Kidman en el elenco y está basado en un best seller. Un libro que, en su versión en español, tiene más de mil páginas, que ganó el premio Pulitzer y del cual se habla de él como un “nuevo clásico”. ¿De qué se trata la novela de Donna Tartt y por lo tanto la película? Es difícil contar sin adelantar demasiado, en especial para quienes no leyeron la novela ya que el único cambio significativo que tiene la adaptación cinematográfica tiene que ver con la estructura: ya no es lineal. La historia de “El jilguero” sigue gran parte de la vida de Theo. No es una biografía ficticia como por ejemplo “Stoner” de John Williams, que en mucho menos de la mitad de páginas logra abarcar toda una vida. Sino que empieza justo antes de que en un bombardeo en el museo MET de Nueva York falleciera su madre. Esa mañana, Theo no sólo consigue salir con vida sino que, por un impulso que la película mostrará más adelante, se lleva un cuadro, aquel que da título a la novela/película. A partir de ese momento, la vida de Theo parece marcada por esta ausencia. El libro está claramente dividido en etapas de su vida por lo que desde un principio la idea de una miniserie sonaba mucho más apropiada que la de una película de dos horas. Porque a la larga en la película también suceden un montón de cosas pero está narrada con tan pocas ganas que da la sensación de que no sucede nada o directamente ya no nos importa. El personaje de Theo resulta además siempre pasivo, casi todo lo que hace lo hace porque alguien más se lo ordena. Es como si la muerte de su madre lo hubiese dejado en una especie de eterna deriva, o entumecido. Ni Oakes Fegley (“Wonderstruck”) en su versión pre adolescente ni Ansel Elgort (“Bajo esa misma estrella”, “Baby driver”) consiguen dotarlo de un poco de vida, aunque sin dudas Fegley logra transmitir mucho más. En la vida de Theo, signada por un cuadro que está obligado a esconder porque cuyo robo es un delito importante, hay varias mudanzas, un amor no correspondido, una amistad que marcará su destino y toda una galería de personajes alguno más intrascendente que otro. Así tenemos por ejemplo a Sarah Paulson desaprovechadísima en el personaje de Xandra, la mujer de su padre, que ya en el libro era un cliché andante y acá apenas tiene un par de líneas para lucirse; Luke Wilson como el padre que aparece en su vida recién ahora y luego evidencia intenciones no del todo inocentes; Finn Wolfhard (una de las estrellas jóvenes más ascendentes del momento) como el joven y particular Boris, a quien en su versión adulta lo interpreta con menos éxito Aneurin Barnard; Jeffrey Wright como el hombre al que el destino lo junta y luego le brindará un hogar y trabajo en un local de antigüedades; y, por suerte, Nicole Kidman como la madre del compañerito de Theo con el que se queda viviendo momentáneamente, una mujer con la cual logra conectarse casi como con su madre. “El jilguero” es ante todo un drama pero cerca del final juega con un poco de acción en una parte de la historia que, aunque como todo el argumento sea fiel al libro, desentona, resulta anticlimática e inverosímil y se resuelve de manera apresurada. La fotografía de Roger Deakins hace su aporte pero el guion de Peter Straughan y la dirección de Crowley lucen poco inspiradas. No hay una mayor profundidad en nada de todas las cosas que le suceden al pobre Theo, ni tampoco reflexiones sobre el arte o la fascinación que ciertos objetos pueden causar, incluso el tema del terrorismo parece no ser más que una excusa argumental . Todo queda ahí, en la superficie. “El jilguero” parece una película apagada. “El jilguero” podría haber sido una buena película quizás si dejaba de intentar todo el tiempo ser tan fiel y abarcarlo todo. O quizás si simplemente no se hubiese adaptado al cine. En cambio, en el afán de Hollywood por aprovechar cada éxito literario, tenemos a una película aburrida que, aunque cuente con argumento propio de un culebrón, no logra transmitir nada.
Si te gustó la gran novela americana, y best seller, de Donna Tartt, es muy probable que esta adaptación te decepcione. Pero también si te acercás a ella sin información previa. Desde que un artefacto de dos horas y media (esperable: el libro tiene 1.200 páginas) que tiene en el centro a un niño huérfano y solo en el mundo, rodeado de adultos peligrosos, apenas consigue conmover. Theo (el inexpresivo Ansel Elgort, de la sobrevalorada Baby Driver) va con su madre al museo Metropolitan cuando un atentado terrorista convierte todo en cenizas. Su madre muere y él, sin saber por qué, sale de ahí, entre los pocos sobrevivientes, portando el pequeño óleo del jilguero, que el pintor holandés Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt, pintó en 1654. Ese será su secreto, a medida que el tiempo pasa, primero como adoptado temporal en casa de una familia rica y luego cerca de Las Vegas, con su padre biológico (Luke Wilson) y su estrafalaria esposa (una estupenda Sarah Paulson). Una peripecia que se narra como un largo flashback, voz en off mediante, hasta un desenlace que roza el thriller. Es notable que, sobre una base que cortaba el aliento de sus lectores, El Jilguero falle a la hora de lograr una tensión dramática. Todo parece pasar frente a nuestros ojos como una sucesión de imágenes inanimadas, como las de una naturaleza muerta, con una gran distancia entre lo que se nos dice que pasa y lo que transmite la pantalla. Solo parece cobrar fuerza en algunos tramos, como el de los pre adolescentes a la deriva, con un muy buen aporte de Finn Wolfhard (Stranger Things, It). Pequeños relámpagos, aislados, que logran involucrarnos en su tremenda historia de desesperanza.
La traslación al cine de la novela de Donna Tartt, “The Goldfinch”, ganadora del premio Pulitzer, termina por ser una gran decepción, no sólo por la expectativa que despierta su origen sino por el producto audiovisual en si mismo. El relato se centra en la vida de Theo Decker (Ansel Elgort), un niño que sobrevive a un ataque terrorista en el museo de Nueva York, en el que fallece su madre. El filme padece de la inoperancia a la hora de construir la historia, su diseño de montaje con analepsis mal configuradas y redundantes, idas y vueltas al pasado y el presente, que el relato no necesitaría, termina más por aburrir que despistar al espectador en sus más que largos 149 minutos. El joven Decker termina viviendo con la familia Barbour, estableciendo una muy buena relación con Mrs. Barbour (Nicole Kidman), la madre de su amigo, en el transcurso de esa temporada que vive allí conoce a Hobie (Jeffrey Wright), el dueño de una casa de antigüedades, con quien establece una conexión, la única que se instituye de manera eficiente. Hasta que lo van a buscar Larry Decker (Luke Wilson) el padre biológico, y Xandra (Sarah Paulson) la novia, un actor caído en desgracia que pasa sus horas entre el alcohol o el juego, o ambos simultáneamente, y una modelo que en realidad trabaja en otras actividades. Con ellos se traslada hasta Las Vegas, allí conocerá a Boris (Finn Wolfhard, y Aneurin Barnard, según joven o adulto), el hijo de un mafioso de origen ruso. Todo este viaje en su vida está determinado por un objeto que el personaje resguarda, desde el mismo atentado y a lo largo de los años, secreto que lo desvela, hasta es el objeto que lo constituye en la culpa que le pesa, utilizado como amuleto, (desconocido por el público) en el desarrollo del duelo por la perdida, el mismo se develará sobre el final y cuando eso sucede la decepción, que ya era mucha, termina por enterrar todo en el fango. Sumado a que las subtramas presentadas no son desarrollas, menos definidas, no por eso ausentes de previsibilidad, transitando por cruces de géneros, todo muy pretencioso, pero fallidos por ser presentados de manera desordenada, lo que ayuda a la confusión general, pues no se sabe a esta altura si de los espectadores o de los responsables de la traslación de la novela al cine. “El jilguero” termina por ser muchas cosas y ninguna simultáneamente, es un romance malintencionado, un cuento de trampas y ilusorias apariencias. En medio de todo esto hasta intenta presentarse como una profunda deliberación de cómo se constituyen los traumas infantiles, desentrañar la perverso del mundo del arte, sazonándolo con nuestro terrorismo cotidiano, sumado a una vertiente policial que nunca termina por establecerse. Si algo está a salvo de toda esta debacle es la dirección de arte, la recreación temporal, la escenografía, el vestuario, hasta la fotografía de muy buena factura, pero ni siquiera las actuaciones con sus importantes nombres la pueden rescatar. En definitiva, un desencanto que aburre desde el principio.
“SON AQUELLAS PEQUEÑAS COSAS” Las personas estamos atravesadas por circunstancias, situaciones que conjugan muchas sensaciones en un mismo lugar. Muchas veces no llegamos a explicar las razones de porqué algo toma tanto significado para nuestras vidas. En este sentido, hay “cosas” que se tornan sumamente importantes porque nos remiten a muchos otros aspectos. En El jilguero lo que toma protagonismo es un cuadro, que conjuga muchas de las emociones de un hombre. Theodore pierde a su madre en un atentado terrorista a los 13 años. El momento en el que pasan estos hechos lo acompaña hasta la adultez, lo traba emocionalmente. El joven siente, aún habiendo pasado varios años, una gran culpa por la muerte de su madre. La película narra cómo sigue el niño luego de la pérdida de este ser querido. Al no tener un padre presente, es una familia adoptiva temporalmente la que lo acoge. El cuadro de El jilguero es lo último que contemplan juntos Theodore y su madre. Esta es una de las razones por las cuales esa pintura tiene tanto valor para el protagonista. Ante la soledad con la que se enfrenta en varios momentos de su vida, el cuadro simboliza ese abrazo añorado. Pero el film luego explora cómo ese objeto se va llenando también de muchos otros significados. La película argentina El estado de las cosas se ponía a pensar, mediante las subastas, cómo depositamos en ciertos objetos muchos anhelos y recuerdos. Cómo viven junto a las personas elementos que cobran un gran valor para ellas. En El jilguero aparece esta reflexión también, pero de manera solapada y centrada en el objeto artístico. Muchos de los vínculos más significativos para el protagonista están asociados a estas creaciones. La madre adoptiva comparte con él el amor hacia ciertas pinturas, que contemplan juntos casi como un secreto. Su amigo del local de antigüedades, en el que luego trabaja, le enseña el amor por los muebles antiguos. Y su madre aparece como la iniciadora de la contemplación artística. Se puede pensar también al cuadro de El jilguero como una analogía. Es el dibujo de un pájaro muy bello y atractivo, que parece en libertad. A primera vista llama la atención por esas características, pero que luego al mirar mejor se puede observar que tiene una cadena muy fina que lo mantiene amarrado a la base en la que está apoyado. El jilguero bien podría ser el estado de Theodore en su adultez. Nos encontramos ante un hombre que se muestra socialmente muy estable y carismático, pero que en los momentos íntimos sigue encadenado a un pasado que no lo deja vivir en libertad. Aunque por momentos la película parece perderse en ciertas narraciones, hacia el final logra reunir varios de esos elementos dispersos para dar un buen cierre. El interesante planteo que va tramando se apoya en una bella fotografía. Hay un momento memorable, captado en una imagen. Esta es la figura de espalda de un amigo de la adolescencia de Theodore, con un paraguas abierto en medio de un día soleado. Esta rebeldía que nos deja pensando, que mantiene nuestra atención y la cual le damos diferentes interpretaciones es una perfecta metáfora del arte.
Todo gira en torno a Theodore Theo Decker (de niño por Oakes Fegley, «Peter y el dragón»/Ansel Elgort «Baby Driver», «Divergente) quien vive tratando de sobreponerse al dolor, a la angustia y a la pérdida de su madre en una terrible explosión. Luego es llevado a un hogar sustituto del Señor y la Señora Barbour (Boyd Gaines y Nicole Kidman) allí parece encontrar cierta paz. Hasta llega a tener una relación muy linda con el dueño de un anticuario Hobie (Jeffrey Wright, «Los juegos del hambre: Sinsajo – Parte 1 y 2») con quien aprender un oficio y recibe su afecto, pero todo cambia cuando llega Larry (Luke Wilson) su padre alcohólico para llevarlo junto a su novia de turno al desierto de Nevada y juntos comenzar una nueva vida. Viendo a este padre que aparece de la nada y su novia, uno percibe que nada nuevo se traen entre manos por lo tanto su narración está ligada al flashback y se va armando un paralelismo entre el preadolescente a causa de una tragedia y al mismo tiempo un joven que fue aprendiendo la manera de sobrevivir ante la traición y la culpa. El film cuenta con un sólido elenco tanto de los adultos como cuando el protagonista es más chico interpretado por Oakes Fegley, entre otros. Contiene un tono melodramático y a través de su director de fotografía Roger Deakins («Blade Runner 2049»), logra crear interesantes ambientes y con los contrastes de la luz hasta lugares claustrofóbicos. Su director es el irlandés John Crowley (“Brooklyn” de 2015) quien se basó en la novela del mismo nombre escrita por Donna Tartt, donde le da vida a este joven que se cruza con la tragedia y el arte, todo a lo largo de dos horas y media que en conclusión no logra sostenerse, al ir mezclando tantos problemas que no termina de resolver y tanto pasado y presente a un ritmo lento por momentos puede llegar a aburrir.
Poco eficaz drama basado en un premiado best seller. La historia cuenta la vida de Theodore Decker (Ansel Elgort/ Oakes Fegley) que, a los 13 años, sufre una traumática experiencia. Mientras se encuentra de visita en el Museo Metropolitano de New York, sucede un atentado y muere su madre. Antes de escapar de los escombros, se lleva un cuadro, el del jilguero, y establece contacto con un hombre agonizante, que le entrega un anillo. Luego de este hecho, Theodore va vivir a la casa de una adinerada familia de un compañero de escuela. Hasta que aparezca su padre, un ex alcohólico que vive en las afueras de Las Vegas. Allí, el chico se hace amigo de un compañero de escuela ucraniano, que lo introducirá en el mundo de las drogas. Estas y otras desgracias, que parecen un trampolín emocional, resultan casi tediosas en el largo metraje de esta película, que está basada en un best seller de Donna Tartt, ganadora del Premio Pulitzer. Ni siquiera el ir y venir en el tiempo logra establecer un conflicto interesante en un melodrama que tiene como elemento intrigante al cuadro que da nombre a la película. La pintura El jilguero existe en realidad, es de Corel Fabritius, un pintor holandés que fue discípulo de Rembrandt y que murió en 1654, en una explosión, en la que desapareció casi la totalidad de su obra. En el pequeño cuadro se ve al ave, posado en un anillo y enganchado a una cadena. La película (y quizás el libro) pretende trazar un paralelo entre esta pequeña y frágil criatura y el protagonista, que pasará su vida amarrado a este cuadro, y la culpa y la angustia luego de la explosión en la que murió su progenitora. El jilguero no logra, en ningún momento de sus dos horas y media, brindar algún tipo de emoción o tensión que la convierta en un producto interesante. Sólo la fotografía de Roger Deakins es destacable, pero esto no es un mérito narrativo. Luego de la mucho más interesante Brooklyn, el director John Crowley da un paso atrás en su carrera, pese a contar con un elenco que prometía y que naufraga. A los mencionados Oakes Fegley y Ansel Elgort, se le suman Nicole Kidman, Jeffrey Wright, Luke Wilson, Sarah Paulson, y uno de los chicos del momento, Finn Wolfhard, de Stranger Things e It. El jilguero es una fallida propuesta que jamás levanta vuelo y que cae de pico en el tedio.
Peter Straughan adapta a la gran pantalla esta exitosa novela, ganadora del Premio Pulitzer y autoría de Donna Tartt. Este proyecto ambicioso, de dos horas y media de duración, resulta igualmente fallido. Un elenco con figuras notables y desaprovechadas (Nicole Kidman, Sarah Paulson, Jeffrey Wright y Luke Wilson) no logran disimular la ramificación de subtramas que sobrecargan una propuesta que poseía una raíz argumental sumamente interesante y atractiva; que es la historia real que se oculta detrás del mecanismo de ficción, en clave de thriller. La trama activa la búsqueda de un cuadro misterioso que emprende un joven, intentando librarse de un hecho trágico -la pérdida de su madre- que vincula a la enigmática pintura con la figura de su progenitora; también con una confusa red de estafadores y traficantes de obras de arte. Pero, en realidad y como suele ocurrir en mundos mágicos de cine, nos encontramos con una historia dentro de otra historia, que toma una porción de verdad. La película nos cuenta la leyenda de Carel Fabritius, uno de los discípulos más renombrados del maestro Rembrandt y precedente del barroco como Vermeer. Fabritius, pintor holandés, poseía una gran cualidad para la utilización de la luz y las sombras en sus pinturas y se considera este jilguero de tamaño natural su obra cumbre. Si contemplamos el cuadro, apreciaremos su técnica: nos transmite la fragilidad y la suavidad de esta pequeña ave que, no casualmente, posee un brillo dorado y se encuentra atado. La historia también nos cuenta que, trágicamente, pocos meses después de haber pintado este cuadro, Fabritius falleció en una explosión sucedida en la ciudad de Delft. Misteriosamente, la pintura sobrevivió el incendio del taller del pintor y fue pasando de generación en generación, convirtiéndose en un cuadro dueño de una leyenda propia. Esta gran anécdota es la que captura la novelista estadounidense Tartt para publicar su novela en el año 2013, adaptada a la pantalla en torno a la revelación existencial que persigue su adolescente protagonista, mientras intenta responder preguntas acerca de la misteriosa obra y superar el trauma de la muerte de su madre. Insuficientemente elaborado, el film no profundiza con adecuada uniformidad las diversas subtramas que pueblan su complejo entramado y, por momentos, da la sensación de que, con más austeridad narrativa, el resultado hubiera sido más provechoso. Sin embargo, la analogía que establece entre este auténtico tour de forcé emocional que experimenta su primero niño luego joven protagonista (elipsis temporal mediante) y los simbolismos que desprende el cuadro nos ayudan a vislumbrar una serie de sentidos que desprende el ave protagonista del cuadro propiciando una interesante metáfora acerca de la redención y la liberación personal. Un ejemplar auténtico de “El Jilguero” (pintado en 1652) decoraba las paredes de un Museo de Arte de New York. Contemplado por cientos de ciudadanos y turistas cada día, la pregunta que nos asalta es la siguiente: ¿Cómo miramos un cuadro? ¿Qué nos devuelve sus múltiples sentidos? Desde sus inicios, la actividad de interpretar una obra de arte nace y se desarrolla vinculada a la sociedad de su tiempo y la manifestación artística específica que determinado espacio histórico genera. Si la interpretación de tanto forma (técnica) como contenido (significado) nos permite recurrir a métodos de mirar, las infinitas interpretaciones que una obra propicia nos brinda las claves para interpretarlas. Si prestamos atención a las pistas diseminadas a lo largo del film, comprenderemos más acerca de la búsqueda de este peculiar adolescente -luego joven- y también acerca de cómo narración e imágenes se combinan para sugerir sentido y significación a la obra (este jilguero dorado, ‘enjaulado’) y la esperanza bajo la cual el sufrido protagonista busca aferrarse, con deseos de reinventar su propia realidad. Trazando una enésima analogía con la estética en el arte y la condición de lo bello que todo hecho artístico posee en su naturaleza, los modos particulares de entender aquello que ‘ve a simple vista’ sugieren diversas teorías y perspectivas. Podría decirse también, forjar una verdad propia e intransferible. Si la búsqueda existencial que emprende el muchacho se emparenta con el aura trágica que posee el cuadro en sí, podríamos inferir que partiendo éste del pensamiento mítico de un relato oral -cuyos detalles varían en el tiempo- basándose en fenómenos mágicos, las explicaciones lógicas y racionales que se transmiten -como las varias conjeturas respecto al hecho trágico en cuestión- esgrimen una configuración de la verdad que nos habla de arquetipos. Esquema de valores del cual no escapa la disfuncional trama familiar en la que este joven se ve atrapado. Reforzando la intención acerca de estos recorridos paralelos que ‘joven’ y ‘cuadro’ establecen, si interpretar una pintura parte del deseo de conocer al mundo, caracterizarlo y describirlo, enlazamos una probable deducción de el atribulado muchacho en un afán de configurar mundos imaginarios. Acaso el relato se ve sostenido por construcciones que apelan a la imaginación: aquellas que sostuvieron la leyenda de un incendio, ocurridos siglos atrás y aquellas que hoy se reflejan en un espectador desconcertado, intentando colocar en su lugar las piezas de este rompecabezas desmesurado. Sin circunscribirse al mero acto creativo, la belleza contemplativa gira alrededor del ser humano y lo trasciende, incluso a esta insuficiente transposición literaria. Sin embargo, hurgando en las profundidades de esta enmarañada trama comprendemos que perseguir lo bello se concibe como un acto de elevación espiritual personal -y a través del arte-, tanto en su acción como en su contemplación. Este óleo sobre madera titulado “El jilguero” supero un bestial incendio y el deceso de su creador, ése con quien convivió durante un tiempo histórico. No obstante, el pájaro dorado voló y atravesó siglos de humanidad, en busca de alcanzar la eternidad, en perpetua y vertiginosa mutación. ¿No resulta, acaso, una perfecta analogía a la experiencia de auto descubrimiento que vivencia el personaje central de este film? Valiente en su descubrimiento resulta la aceptación de una verdad que comprometa la propia identidad (sexual, moral, social) y purifique la comprensión del lazo paterno y materno filial -pobremente ilustrado el primero en sus abusos, misteriosa y penosamente arrebatado el segundo-, guiños psicoanalíticos incluidos.