El irlandés

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Cuando el cine tiene una mano maestra

Un relato mesurado hace de la última del director de Buenos Muchachos un retrato profundo e irresistible sobre un sicario de rostro duro y preguntas internas.

Cuando El irlandés concluye, es un sentimiento de abatimiento. La película se deshoja, se vacía mientras sucede. El camino para llegar allí requiere de un ejercicio de la memoria, de un esfuerzo por reconstruir las piezas que hacen a la historia. Un relato que reaviva otras voces, habitantes de la calma fantasma que enhebra la voz de Frank Sheeran (Robert De Niro), alguna vez sicario y amigo de Jimmy Hoffa.

Para llegar allí habrá que acercarse. El travelling va en su busca, lo encuentra a Sheeran apacible, en una casa geriátrica. El recurso es clásico, remite a Hitchcock -en su involucramiento del espectador- y sobre todo al Billy Wilder de Pacto de sangre: así como Fred MacMurray en aquel film, aquí Sheeran: no es una confesión, tampoco un arrepentimiento, sólo una historia que contar.

Desde luego, la acción encierra mucho más. Habrá que atravesar las 3 horas y media del film para llegar al abatimiento al que se aludía. Para notar la brisa amarga de una vida que se estira cuando todo lo anterior ya pasó, tan rápido. Y lograr uno de los momentos más bellos en todo el cine de Martin Scorsese. La sensibilidad se percibe. La vida vivida, lo mucho que contar, entre pecados y dudas. Son éstas las que persisten, pero ya nada se puede hacer. Sólo contar, narrar. Esperar.

En este sentido, El irlandés es un film cuasi testamentario. Realizado desde una necesidad que se siente inmanente. De manera nada casual reúne a los viejos amigos –De Niro, Joe Pesci, Harvey Keitel-, junto a un Al Pacino que extraña no haya trabajado más con Scorsese. Una vieja guardia que asume el amor por el cine, desde el cine. Scorsese está en la piel de este Sheeran/De Niro, quien virtud digital mediante, podrá rememorar años mozos. Estirar su piel y hacer de cuenta que el cine es la máquina del tiempo. Pero también un documento inevitable sobre lo que ha sido, lo que ya no es. Un dolor al que asomarse, a partir de la alegría sucedida. La relación es ambivalente y necesariamente así. De este modo, El irlandés significa una síntesis entre el cine que el propio Scorsese ha hecho –con muchos de estos buenos muchachos en sus filas- y el que ahora hace: taciturno, como un zorro viejo, meditabundo, tan cercano y cada vez más (allí está Silencio para corroborarlo) a Roberto Rossellini.

Sheeran es un sicario, también padre de familia. Su rostro pétreo hace difícil saber qué dilucida. Quien se lo reclama es el mismo Jimmy Hoffa durante una de sus tantas peroratas, que Pacino encarna desde un histrionismo consciente, capaz de articular lo malsano y humorístico. Hoffa y Sheeran son un dueto tan fuerte como el que éste compone con Russell (en la piel de un Pesci felizmente devuelto al cine, con años encima y una presencia en pantalla que sólo debía revivir Scorsese). Si Sheeran es la cara que no se inmuta, de gestos adustos, proclive a la matanza que se requiera –como la que sus mismos superiores le endilgan durante la guerra (de paso, otra incursión despiadada de Scorsese en cuanto al proceder de los aliados, así como lo refiriera en La isla siniestra)-, un paralelo frío, espejado, se dibuja en el rostro de una de sus hijas. La niña lo ve hacer lo que él sabe, supuestamente para protegerla. Y esto es así porque no puede ser de otro modo. Es el lenguaje, son los códigos, que este matón –veterano de guerra y chofer de camiones- conoce. La desazón, la mirada dura, está en la niña tanto como en él. Habrá que tenerlo presente durante toda la película.

De esta manera, el rostro de De Niro se vuelve –vía make up digital y real- temporalmente maleable, pero siempre ligado desde la contención que el actor profesa: años más, años menos, Sheeran continuará imperturbable. Mientras, a su alrededor se entreteje todo un mundo, en el cual él sabrá oficiar –de modo consciente o involuntario- como uno de sus personajes centrales. Él en el medio de la mafia, los negociados y la corrupción política, los abogados sin escrúpulos, la lealtad y la traición. En suma, la delineación de un submundo que no es nada ajeno a la superficie diurna sino, antes bien, sustrato constituyente. Este planteo ya estaba en otros films de Scorsese, pero aquí tiene una sentencia: la organización social norteamericana es esencialmente corrupta. Asumida esta verdad, el dinero mafioso irá en partes iguales –según sean los intereses- para Nixon o los Kennedy. Entre otros motivos, vale destacar uno: hay que quitar a Fidel Castro de la isla para volver con los casinos a Cuba. (¿Cuántos otros títulos del cine más reciente se permiten una crítica tan desenfadada?).

En este sentido, la trama social responde a una jerarquía que se acepta pero no se nombra de modo directo. Un status quo al cual rendir cuentas. Así, un diálogo entre Hoffa y Sheeran se asemeja a un ida y vuelta de palabras en clave que rememoran –en un ardid cinéfilo sin par- las viejas réplicas entre Abbott y Costello, mientras las alusiones disparan dardos que rodean el asesinato de JFK, algo que Hoffa sabrá cómo celebrar. En suma, Sheeran es alguien que la misma sociedad ha delineado como tal, obediente con las órdenes superiores, consciente del dinero que requiere el cuidado familiar, respetuoso de las normas convenidas. La celebración de su persona, de su capacidad para pintar paredes de rojo -tal el prólogo godardiano del film, también su corolario- no tardará en ocurrir, entre agasajos y discursos. Todo un mundo en las manos.

Pero al final, poco. Es más, se acerca la Navidad. Pero los días ya son todos iguales. Y Scorsese que hasta quita la música a la banda sonora. La película se vuelve casi muda. Permite que se sienta el respirar de las voces. Los diálogos con el sacerdote, la enfermera, los agentes de la ley. Ya no queda más nadie. Sólo un resquicio a través de la puerta, por medio del cual sostener un vínculo, aunque más no sea ritual, con lo que paulatinamente se evanesce.