El irlandés

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Ambiciones y clasicismo. La precisión narrativa y el clasicismo casi fuera de época –los tiempos calibrados, los encuadres, movimientos y planos concebidos sin vértigo, el dramatismo sosegado– convierten, indudablemente, a esta versión de Martin Scorsese del libro del ex fiscal estadounidense Charles Brandt I Heard You Paint Houses en una obra relevante. Bastaría con señalar el modo (escueto pero significativo) con el que se va informando cómo terminaron sus vidas algunos personajes que atraviesan la trama, el estilo con el que se plasman los ásperos y fugaces estallidos de violencia, el clima de inquietud (sin énfasis alguno) que va generando el viaje de Frank (Robert De Niro) en el último tercio de la película, e incluso la sobriedad de Joe Pesci en la caracterización de su Russell Bufalino, para que no queden dudas que se está ante un film de calidad desacostumbrada. Dicho esto, van a continuación algunas observaciones.
Aunque la temática, la intención de recorrer zonas de la historia estadounidense, las ambiciones (lo que incluye claramente la duración), dos de sus actores principales y hasta algunos escenarios y decisiones formales remiten a El Padrino y El Padrino II, hay que decir que la muy digna El irlandés no llega a la altura de esas obras maestras que Francis Ford Coppola realizó durante la primera mitad de los años ’70. En aquéllas, el aprendizaje y la asimilación de códigos mafiosos mientras la juventud devenía madurez y ocaso resultaban creíbles por el desempeño de sus actores jóvenes, mientras que acá, con resultados discutibles, se recurre ocasionalmente a rejuvenecer con efectos especiales a Pesci, De Niro y Al Pacino (los dos últimos eficaces pero lejos de la expresividad que los instaló como grandes intérpretes en otros tiempos). Las noticias que aparecen en televisores encendidos puede ser una estrategia un poco perezosa para contextualizar la historia (lo mismo puede decirse del relato en primera persona en off, que Scorsese utilizó mejor en otras ocasiones): la información de la muerte de Kennedy, por ejemplo, es expuesta de manera algo elemental, así como agotar las referencias a la Revolución Cubana con algún comentario al pasar y la aparición de Fidel Castro en un televisor suena a poco, al menos en comparación con lo que había hecho el inspirado Coppola. Está claro que el de El irlandés es un universo masculino, como también lo eran las películas de Coppola con guión de Mario Puzzo, pero la energía que tenía en aquéllas el personaje de Diane Keaton apenas asoma aquí en la hija de Frank (Anna Paquin), quien, de adulta, expresa su desconfianza sin pronunciar palabra (menos rescatable es el decorativo personaje de la esposa, cuya pulsión por fumar deriva en un previsible final). Finalmente: en aquéllas piezas de los ’70 había un aura mítica, una concepción dramática y formal que, por encima de épocas y circunstancias, convertía a esos mafiosos y sus familias en equivalentes a los protagonistas de una tragedia (tal vez un signo de mucho cine estadounidense de la década, como lo demuestran las propias películas que Scorsese hizo en esos años).
La última media hora de El irlandés, muy elogiada por los críticos, sorprende porque no apabulla con vueltas de tuerca o golpes de efecto sino que, por el contrario (sin ánimos de spoilear), se desarrolla contenida y melancólica. Si Kane añorando su Rosebud deseaba volver al territorio de inocencia de su infancia, acá aflora algo más turbio, parecido a un sentimiento de culpa; el propósito, claramente, es recordar cómo el poder (de las armas, del dinero) cede ante la evidencia de la enfermedad, la vejez y la muerte. Recurso dramático válido aunque un poco facilista y hasta incómodo, desde el momento en que lleva a compadecerse por la decadencia física de alguien que traicionó y mató, pasando de su experiencia como soldado en la Segunda Guerra Mundial a las huestes de un clan mafioso (¿qué diríamos los argentinos si una película nos invitara a sensibilizarnos con quien fue responsable de la desaparición de un sindicalista? ¿por qué no insinuar que, más allá de la visión crepuscular de estos jefes en declive, las mafias siguen tomando otras formas?).
Scorsese es, junto con Clint Eastwood, uno de los pocos realizadores del viejo Hollywood que ha sobrevivido a las modas y sigue haciendo el cine en el que cree, a veces con resultados mejores que otros (La isla siniestra probablemente sea la mejor de sus películas de los últimos años). Esto le ha servido para ganarse los favores de Netflix y despertar enormes expectativas en torno a El irlandés: lo bueno es que, más allá de las objeciones apuntadas, se trata de un buen producto.
Finalmente, respecto a su reticente estreno en salas por exigencias de la cada vez más poderosa empresa de contenidos audiovisuales, pocos parecen recordar que dos largometrajes de ficción de Scorsese nunca tuvieron estreno comercial en salas de Argentina: La última tentación de Cristo (1988) y Kundun (1997). Aunque, en esos casos, los motivos fueron otros que los que impone –para expresarlo con uno de sus títulos– el color del dinero.