El invierno

Crítica de Horacio Bilbao - Clarín

Capataces del todo y la nada

Una historia simple, que cobra vida propia sobre dos capataces de estancia que se enfrentan en la Patagonia.

Tierra yerma la patagonia de Emiliano Torres. Nevada, árida, expulsiva e imantada a la vez. Escenario magno para su opera prima de contrastes, El invierno. Paradojas, de la pequeñez y la inmensidad, de la fortaleza y la debilidad. Ambiente insondable que recrea esa figura histórica, política, sin tiempo, la del capataz. Y ese cruce, guerra casi, del recambio generacional que crea enemigos donde no hay, ceguera de estos personajes que sin embargo lo ven todo en ese amplio mundo que el director enfocó para mostrar su soledad.

Una historia dura, como tiene que ser, sin sensiblería vana ni nostalgias estridentes, un drama sobre la naturaleza también. Puesto en ese paisaje testigo y actor a la vez, y en esos personajes que transmiten la impotencia del origen de la propiedad privada, la enajenación del trabajo, el impacto en la familia, para invertir los términos de aquel viejo estudio de Engels, que aquí aplica a la perfección, simplificado en los roles de un puñado de trabajadores y sus amos. La Argentina feudal y burguesa a la vez, ha dado un puñado de filmes que no es necesario enumerar.

Aquí todo ocurre en una estancia sureña, mundo de obrajeros, trabajadores golondrina que en el verano llegan para esquilar ovejas. Allí Evans (Alejandro Sieveking), un viejo encargado, capataz de varios inviernos solitarios es reemplazado por Jara (Cristian Salguero), un correntino joven, inocente y culpable de esa guerra que comienza a trascenderlos a ambos, en una competencia naturalizada por un trabajo que los espeja una batalla ciega enmarcada en ese cuadro amplio, majestuoso de la patagonia, y en esas actuaciones frías, maquinales, profundas también, que vuelven todo poderoso e impotente a la vez.

Es cierto, a veces se puede adivinar por dónde sigue la trama, pero ocurre porque conocemos esa historia que se repite, se acelera, se enajena todavía más. Entonces aparece la libertad creativa, para mostrar un mundo en una historia simple, que cobra vida propia, un designio que director, guionista y protagonistas interpretan casi maquinalmente, naturalmente. Guiados por la historia universal, sumergidos en la soledad del invierno.