El ídolo

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

El triunfo de la estrella como placebo social.

Importante paso en falso para el cineasta palestino-israelí Hany Abu-Assad, El ídolo deja de lado todas las sutilezas para relatar, bajo los designios de la biopic convencional, el ascenso al estrellato del cantante oriundo de la Franja de Gaza Mohammad Assaf, gran triunfador del concurso de canto televisivo Arab Idol (la franquicia árabe de Pop Idol) en su temporada 2013. Desde que su segunda película, Rana’s Wedding, se presentara en el Festival de Cannes en el año 2002, el realizador viene edificando una filmografía que ha intentado entrelazar relatos atractivos para el gran público con una mirada sobre la situación social y política en los territorios palestinos. En aquel largometraje, el costumbrismo y ciertos trazos de comicidad aligeraban la pesada carga de su protagonista, obligada a casarse con un hombre elegido por su padre. Las más prestigiosas El paraíso ahora y Omar, por su lado, retrataban cuestiones ligadas a la violencia cotidiana en la región y la vida de los seres humanos detrás de los ataques suicidas, sin dejar de lado una meticulosa construcción del suspenso cinematográfico.

En todas ellas, el equilibrio entre la descripción de condiciones sociales, el mensaje humanista y una estructura clásicamente dividida en tres actos daba forma a películas de cierta potencia narrativa y llegada universal a pesar de su temática local. En El ídolo –producida por capitales egipcios pero rodada en locaciones de Cisjordania que hacen las veces de Gaza– cualquier atisbo de complejidad es eliminado de un plumazo ya desde la primera escena. El extenso prólogo presenta al protagonista, a su hermana y amigos, todos ellos empeñados en hacer de su afición a la música un modo de vida y, quizás, de escape ante la violencia imperante. La carga literalmente melodramática es potenciada ante la súbita y grave enfermedad de la niña, el primero en una serie de golpes de timón de un guion que, a pesar de estar basado en hechos estrictamente reales, se toma varias libertades en la consecución de un tono que oscila entre lo épico y lo patético. De allí en más, elipsis mediante y con un Mohammad Assaf ya adulto (interpretado por el actor Tawfeek Barhom, visto recientemente en Mis hijos, de Eran Riklis), la película se transforma en un típico exponente de la lucha entre el deseo personal y las extremadamente coercitivas condiciones circundantes.

Ese deseo dibuja una silueta clara: cruzar la frontera y llegar a El Cairo en tiempo y forma para participar de la primera ronda de Arab Idol. De allí en más, una proliferación de deus ex machina empuja al héroe a triunfar en las diversas etapas del concurso, imitando de alguna manera el formato del show televisivo. En algún momento cerca del final, imágenes del Assaf real y del público vitoreándolo en las calles palestinas se entremezclan con las de la ficción, poniéndole el moño a una película que transforma ese triunfo personal –basado, eso sí, en el talento– en una de esas fábulas “inspiradoras” para el consumo global. Irónicamente, tal vez ese amigo de la infancia, convertido con los años en censor religioso y político, tenga en el fondo algo de razón: el efecto popular de la victoria del ídolo tiene toda la apariencia del placebo social.