El hombre que vendió su piel

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Hace unos años, Wim Delvoye generó bastante revuelo con Tim, una obra exhibida en varios museos europeos que tenía la particularidad del modelo en vivo: la espalda de Tim Steiner, propietario de un local de tatuajes de Zurich, se transformó en un “lienzo humano” que además de ser catalogado como arte conceptual generó muy buenos negocios.

Nacido en Bélgica, Delvoye tiene hoy 57 años y un historial de proyectos con vocación polémica. Después de instalar en China una granja de cerdos, les tatuó a varios de esos animales diferentes ilustraciones (el rostro de la Cenicienta de Disney, los logos marcas famosas de Louis Vuitton y Harley-Davidson). Luego los puso en venta como cualquier otra obra de arte. Los compradores podían seguir el crecimiento y la vida cotidiana de esos porcinos con su cuero intervenido a través de Internet. El nombre oficial de la obra fue Art Farm, pero el propio Delvoye solía presentarla también como Pig Brother. Años más tarde montó Cloaca, una instalación desarrollada a través de una sofisticada maquinaria capaz de reproducir el sistema digestivo humano: se introducían alimentos en un extremo y salían expulsados en forma de excremento por el otro. Finalmente llegó Tim, la evolución de la experiencia con cerdos: un enorme y colorido tatoo de una Virgen coronada con una calavera mexicana en la espalda de un hombre. El millonario alemán Rik Reinking compró esa obra por 150.000 euros (según la BBC, Tim Steiner recibió un tercio de esa suma). Cuando Steiner muera, la piel de su espalda será extirpada mediante un puntilloso proceso y pasará a formar parte de la colección de Reinking.

El hombre que vendió su piel toma la historia de Tim Steiner como punto de partida. O más bien como fuente de inspiración. Porque la directora tunecina Kaouther Ben Hania introduce una línea argumental adicional que amplía el espectro temático de su película. Por un lado, los interrogantes sobre los límites de la experiencia artística que ya la propia obra de Delvoye había despertado, y por el otro, el asunto candente de los refugiados sirios. Quien pone el cuerpo aquí es un joven que escapa de la violencia persistente en ese país asiático y encuentra un camino poco ortodoxo para conseguir dinero y un pasaporte que le permita circular por Europa. Y que además es protagonista de un ligero melodrama con una compatriota de belleza canónica. Demasiados condimentos para un mismo plato.

Igual que The Square, del sueco Ruben Ostlund, este film que fue propuesto por Túnez para competir por el Oscar a la mejor película internacional lanza contra el mundo del arte unos dardos con más carga de buena conciencia que de veneno. Tampoco el drama de la inmigración ilegal tiene un reflejo potente o sugestivo. El discurso de la película, inclinado a poner el foco en los valores simbólicos de la historia, se debilita justamente por evitar el ímpetu y la crudeza, una decisión calculada para no escandalizar que se vuelve más patente con la serie de redenciones personales que explota al final de la historia y un epílogo de telenovela.