El hombre que podía recordar sus vidas pasadas

Crítica de Martín Stefanelli - ¡Esto es un bingo!

Visión nocturna

En la literatura, salvo casos excepcionales (o particulares como el de mi amiga Yuszczuk, poeta dedicada en tres áreas: lectura, escritura e investigación), cuando los lectores pretendemos disfrutar de un texto solemos elegir un libro de prosa a uno de poesía. No son muchos los que tienen por hábito la práctica de la lírica. Ni van a ser sus libros los que se acomoden en la mesa de “los más vendidos”. Por muchas razones, algunas similares y otras diferentes, en el cine pasa algo parecido: el que podemos ver cada jueves de estreno sigue siendo un cine narrativo casi en el sentido clásico. Claro que como pasa en la literatura, cada tanto se cuela en el circuito un tipo de cine que prefiere otras estrategias, otros lenguajes. Es cierto que no habría sido posible que la última película de Apichatpong Weerasethakul llegara a las salas comerciales de Buenos Aires sin el aval que le da la Palma de Oro del último festival de Cannes. Pero tampoco hubiera sido posible la repercusión que tuvo su estreno entre la crítica si El hombre que podía recordar sus vidas pasadas no remontara un verdadero vuelo poético con su apuesta, o no fuera consistente en su inconsistencia y se quedara en la más crasa intención de desviarse del cine narrativo y racional (de prosa diría Pasolini) con el que estamos más familiarizados.

Hay un argumento, obviamente: El tío Boonmee sabe que su problema en el riñón lo puede llevar a la muerte en poco tiempo. Vive en el noroeste de Tailandia, en una zona selvática, húmeda y montañosa. Mientras es cuidado por Huay, un inmigrante de Laos, llegan hasta su finca su sobrino y su cuñada para hacerle compañía en esos, sus últimos días.

Como si fueran versos de un poema, o poemas de un poemario, Weerasethakul separa la película en seis episodios. Todos esos episodios juntos hacen sentido sobre ese camino que emprende Boonmee acompañado de diversos seres. Claro que ese sentido que conecta con el origen, con la vida, con la muerte, no es un sentido concreto. Es de esos que por un segundo te deja creer que lo tenés en el huequito que hiciste con las dos manos, pero cuando las separas sólo te deja la fragancia… y al segundo volvés a juntarlas pensando nuevamente que está ahí, para explicarte lo inexplicable. Por eso Weerasethakul encuentra en este cine de poesía la mejor forma de acercarse a lo misterioso y desconocido, que no sólo se queda a hablar de un deceso sino que se dispara desde ese argumento chiquito hacia cualquier lado, hasta poder alcanzar el futuro.

Para eso retoma relatos y formas de mundos diferentes y los pone a todos en un mismo lugar, sin escalafones ni horizontes. En El hombre…lo sobrenatural, lo mitológico, lo popular y lo religioso no sufren distinciones; como el hijo-mono de Boonmee y su esposa fantasma, pueden sentarse todos en la misma mesa sin provocar conflictos ni perturbaciones.

Cuando en uno de los episodios Boonmee se da cuenta de que se le está acabando el tiempo decide partir junto a su familia hacia una cueva. Mientras los personajes la exploraban, esa cueva me hizo acordar a otra que es protagonista en Cave of Forgotten Dreams, la última de Herzog. En las dos películas el ingreso a ese lugar oscuro, de paredes milenarias, aparece como un viaje en el tiempo que conecta con el pasado. En el documental de Herzog todo lo que pretende conocer un grupo de científicos acerca de los hombres que miles de años atrás fijaron sus sueños a esos muros (es decir, todo lo que pretenden conocer sobre nosotros mismos) se vuelve un tanto ridículo cuando racionalizan cada imagen, cada huella, a través de métodos y teorías. En cambio cuando la cámara del documental muestra cada pintura con paciencia, sin que la interrumpa una explicación racional, el espectador queda mucho más cerca de aquellos hombres y de sus sueños. De la misma manera El hombre…decide aproximarse a lo intangible para aceptar el misterio.

Quizás este tipo de cine no sea el de todos los días, pero si lo dejamos pasar sólo nos pide una cosa, una que la propia película hace explícita: adentro de esa cueva, en medio de las penumbras, un personaje pregunta qué le pasa a sus ojos (“están abiertos pero no puedo ver nada”, dice) y otro le contesta que tal vez necesite más tiempo para que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Se trata de que el espectador, habituado a las luces de otro tipo de cine, pueda dilatar la pupila para ver, de alguna manera, lo que ocurre en la noche.