El hombre que podía recordar sus vidas pasadas

Crítica de Laura Osti - El Litoral

La presencia viva del misterio

“El hombre que podía recordar sus vidas pasadas” es una experiencia cinematográfica que se explica en un contexto cultural misterioso para los ojos occidentales, pero que trasciende sus fronteras para llegar, con sus rasgos que mezclan el exotismo y lo naif, directo a la sensibilidad del espectador.

Está rodada en Tailandia, donde la producción de cine recién está tomando forma y adquiriendo un lenguaje propio. Sin embargo, el director, Apichatpong Weerasethakul, se ha hecho un lugar en el mundillo de los festivales donde es tratado con respeto, incluso esta película recibió la Palma de Oro en Cannes, de manos de un jurado presidido por Tim Burton.

La historia sucede en un ambiente rural semiselvático, con bosques, ríos, cascadas y grutas, casi un paraíso terrenal. Allí, un hombre afronta el último tramo de su vida. El tío Boonmee está solo y padece una enfermedad renal que lo tiene a maltraer.

Ha hecho cierta fortuna con su granja y eso le proporciona algún confort para aliviar la carga de su mal, pero lleva consigo mucha pena que se hace patente a medida que su cuerpo se deteriora.

Boonmee tiempo atrás ha perdido a su esposa y a su hijo, pero una hermana de su mujer y un hijo de ella se acercan para cuidarlo en estos difíciles momentos.

El reencuentro con estos familiares, que vienen de la ciudad, coadyuva a que el proceso de despedida se desenvuelva de manera no traumática.

El universo cotidiano de este hombre empieza a poblarse de presencias sugestivas, espíritus atraídos por esa situación especial que es la transición entre la vida y la muerte, cuando el alma empieza a asumir que pronto abandonará ese cuerpo y emprenderá un viaje por mundos desconocidos.

En ese trance, Boonmee, asistido por su cuñada y su sobrino, recibe la visita del fantasma de su esposa, que se conserva igual que hace 19 años, cuando murió, y el de su hijo, quien en cambio aparece bajo el aspecto de un primitivo hombre de las cavernas con ojos que despiden una luminosidad rojiza.

Los sucesos extraños se integran sin estridencias ni sobresaltos a la vida normal, por llamarla de alguna manera. Las cuestiones domésticas y coditianas, así como los datos de la realidad que refieren a un pasado no muy lejano de violencia social y política y a un presente complejo donde la inmigración ilegal de pueblos vecinos es una amenaza constante, todo convive en ese pequeño terruño, haciendo eje en el personaje protagónico que es quien da sentido a su entorno, por más fantástico y raro que parezca.

Significado poderoso

Los límites entre la realidad y los sueños se desdibujan y estos seres se entregan a una ceremonia de despedida que concluirá con los ritos budistas propios de sus creencias, pero cada detalle, cada pequeña circunstancia tendrá algún significado poderoso que Boonmee asociará con alguna deuda kármica de su existencia.

El relato tiene la virtud de lograr una síntesis poética entre diversos mundos que se entrecruzan, donde las tradiciones más antiguas perduran y resisten ante los avances tecnológicos y los cambios socioculturales que bajo la influencia de Occidente se suceden sin pausa. La película, no obstante, es austera en recursos, nada de trucos ni banda sonora, Weerasethakul da mucha importancia al contenido, al paisaje y al sonido ambiente de la naturaleza, incluida la voz humana que se oye en los diálogos amistosos entre los personajes.

No todo lo que ocurre en “El hombre que podía...” es susceptible de ser interpretado de manera inequívoca, el director mantiene siempre esa zona de misterio indescifrable que instala el alma en un estado diferente, que pone en entredicho a la razón y exacerba los sentidos.

Quizás es una película que exige cierta disponibilidad receptiva especial para disfrutarla, pero la experiencia es gratificante.