El hombre que podía recordar sus vidas pasadas

Crítica de Diego Lerer - Clarín

En el más acá

Magia tailandesa.

Por qué te dejaste crecer tanto el cabello?”, le dice la tía Jen a Boonsang, cuando lo ve aparecer y sentarse a la mesa del patio junto al resto de la familia. La conversación, que podría tener lugar en las circunstancias más comunes, es entre una señora y un hombre que ha vuelto a su casa, luego de estar desaparecido varios años. El tema es que Boonsang regresa convertido en una criatura, peluda como un mono, y con ojos brillantes y colorados, pero eso no parece inquietar demasiado a Jen ni a su cuñado, Boonme.

El Mono Fantasma (así se llaman estas criaturas que habitan en el bosque y con las que Boonsang se ha quedado a vivir hasta transformarse en una) no es la primera visita que reciben al enfermo Boonmee (sufre un severo problema renal), su cuñada y sobrino. Un rato antes se había sentado allí Huay, la esposa de Boonmee, que murió hace 19 años y se ha materializado como un fantasma. Más allá de la discreta sorpresa, la conversación prosigue como si nada. Sólo falta el mate para irse pasando.

Este raro reencuentro familiar en lo que parecen ser los últimos días de Boonmee (también hay un inmigrante laosiano, que lo ayuda con su diálisis) ocupa buena parte del metraje de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas y pone sobre la mesa las cartas con las que se maneja Apichatpong Weerasethakul en éste, su filme ganador de la Palma de Oro.

Aquí, realidad y fantasía se mezclan, el mundo de los humanos, el de los seres que habitan los bosques y el que se mueve en el “más allá” pertenecen a un mismo tiempo y espacio que no es el tiempo y espacio que manejamos habitualmente, y mucho menos el cinematográfico, ya que a Weerasethakul le importan muy poco conceptos como causa y efecto a la hora de pintar su universo.

Pintar, uno dice, porque más que contar, el director de Tropical Malady describe un universo, invita a los espectadores a sentirse cómodos dentro de él (lo que lo diferencia de David Lynch, para quien el mundo de sueños y pesadillas siempre tiene un costado siniestro) y convivir con sus criaturas. A mitad de la película, el director desvía su ruta para contar un cuento de princesas y peces parlantes que parece nada tener que ver con la narración, pero cuyos ecos repercutirán en el relato.

Hay, dentro del universo de El hombre..., una dimensión política (el tío sufre por los asesinatos que cometió durante la guerra), otra social (la relación entre tailandeses y laosianos) y, fundamentalmente, una familiar, con la muerte, la resurrección, los arrepentimientos y la eternidad del amor como temas desarrollados en voz baja.

Dejarse llevar por el filme es entrar en sintonía con esa forma de ver el mundo, salir de la prisión de la narrativa y la pereza de la lógica para adentrarse en un territorio donde lo desconocido se sienta a la mesa; donde la comedia y el misterio se mezclan, y donde muchos ojos rojos nos miran desde el bosque, pero no para asustarnos, sino para darnos la mano y decirnos que, aquí, allá o en cualquier otro lado, todo va a estar bien.