El hombre que podía recordar sus vidas pasadas

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Hay algo profundamente infantil en el cine de Weerasethakul, un placer inmediato, sensual y lúdico. No tiene sentido buscar símbolos herméticos en El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, basta con dejarse llevar por el simple placer del movimiento que origina un búfalo que huye, del erotismo que provoca el encuentro entre la princesa y el pez-gato bajo una cascada o de los mundos paralelos que se generan con el desdoblamiento del monje. Lejos de ser incomprensible, la película cuenta la historia del tío Boonmee, que está gravemente enfermo del riñón y siente que llegó su hora. Una noche recibe la visita del fantasma de su esposa muerta y de su hijo reencarnado en una especie de gran mono negro con ojos rojos. Lo primero que hay que hacer para adherir al universo de la película, es rendirse ante la evidencia: los fantasmas se sientan a la mesa de los vivos y son bien recibidos. Primero se percibe una vaga sorpresa, una pequeña duda y luego se acepta el fenómeno con naturalidad. El método utilizado para la aparición del fantasma es casi tan viejo como el cine: una sobreimpresión, simple y mágica. La otra criatura es uno de los hijos de la familia que se ha metamorfoseado en el bosque. Su figura recuerda a la bestia de Cocteau pero evita el grotesco por la fuerza del encantamiento poético. Los fantasmas no tienen nada de espantoso, por el contrario, se manejan con la suavidad característica de todos los personajes del director. Los trabajadores clandestinos empleados por el tío Boonmee producen más temor que la propia muerte. Los traumatismos históricos así como las cuestiones políticas contemporáneas son elaborados de manera subterránea. La evocación de la masacre de los comunistas está relacionada con una herida que el personaje principal intenta curar, un karma cósmico que vuelve a atormentarlo. La curación es un tema central en el que conviven el té amargo y la diálisis, remedios ancestrales y técnicas modernas, sin preferencia ni jerarquía.

La fascinante idea de que alguien pueda acordarse de tantos acontecimientos está representada con la imagen, el ícono y la fotografía como herramientas de preservación. El Tío Boonmee decide morir hundido en la gruta donde nació en una de sus vidas pasadas. En plena selva sobrevienen episodios de intensa poesía en los que confluyen la vida y la muerte, el mundo vivo y los otros mundos, lo prosaico, lo onírico, el pasado, el presente y la naturaleza como un rumor profundo. Hay un sentimiento de vida muy fuerte, una abundancia vital que se refleja sobre todo en el sonido. Las vidas vegetales, animales y humanas se conectan. La muerte también hace avanzar lo vivo. Cada una de las seis partes de la película experimenta con formas diferentes sin que se produzca una ruptura brutal con la anterior, como en un proceso permanente de muerte y regeneración o reencarnación. Todo se comunica sin sobresaltos en el maravilloso cine de Weerasethakul, su estilo unifica los universos, las bifurcaciones y los rodeos. Podemos intentar definir algunos contornos, la duración inspirada de los planos, la capacidad para hacer surgir lo inesperado y extraordinario como si fuera banal, el fino humor que atraviesa toda la película o la extrema delicadeza en el montaje, en los silencios y en los murmullos. Podemos analizar en detalle una obra singular y múltiple, experimental y accesible al mismo tiempo, aunque siempre permanecerá en el centro de su belleza un misterio irreductible.