Ant-Man: El hombre hormiga

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Ejemplo de un gran equlibrio entre la aventura y la comedia

El universo Marvel, lo hemos dicho mil veces, se autoabastece. Casi no hay chances de fracasos a nivel taquilla, porque los fans se reproducen por millones, si se tiene en cuenta que Stan Lee, la usina creativa de todo éste mundo de superhéroes y súper villanos, no sólo arrancó a principios de la década del ’40, o se hace más de 75 años; sino que a los 93 años está vivito, coleando, disfrutando de la máquina de hacer plata, y haciendo cameos en todas las adaptaciones al cine. Tal vez lo más elogiable es la capacidad para haber logrado traspasar las fronteras de la historieta y usar el cine para ir concatenando, de a poco y con paciencia, un macro-cosmos en el cual todos los personajes tengan la posibilidad de encontrarse tarde o temprano. El sueño de todo fan: verlos a todos juntos en algo más que no sea un poster gigante.

Ant-Man es un personaje peculiar. Nació en 1962, y si uno cuenta el argumento original, el de un científico que descubre una fórmula para reducirse al tamaño de un insecto con poderes para comunicarse y transformar a las hormigas en aliadas, merced a un casco especial, pareciera estar hablando de una película clase B al estilo de las de Roger Corman.

De los cuatro históricos que asumieron la identidad del Hombre Hormiga, el guion de éste estreno toma a los primeros dos para construir un producto donde el humor tiene preponderancia, y el entretenimiento es principal atractivo.

Hank Pym (Michael Douglas) es una eminencia en física y química. Descubre la partícula (la Pym de la que ya hablamos más arriba), pero se niega rotundamente a vendérsela a la corporación Stark (acá la conexión con Iron Man), y decide jamás revelar el secreto llevándoselo a la tumba. Más de 25 años después, un discípulo suyo está a punto de emular dicha fórmula, pero le falta un último “ingrediente”. La idea es impedirlo para que el experimento no se convierta en un proyecto militar que ponga en peligro la paz. Para ello se necesita un “voluntario” que se ponga el traje, aprenda los poderes, y logre el objetivo de desmantelar todo. Scott Lang (Paul Rudd) es un ladrón de poco éxito y a la vez un técnico electrónico que logró infiltrarse en un sistema a prueba de hackers. Ahí anda tratando de llevar una vida normal hasta que el destino lo encuentre con una nueva circunstancia.

Descartando la enorme efectividad de la factura técnica que requiere una propuesta de este tipo (de los efectos visuales a los de sonido), “Ant-Man: El hombre hormiga” es ante todo un gran ejemplo del equilibrio que se puede lograr entre el cine de aventuras y la comedia propiamente dicha. En este sentido, si alguien hiciera un resumen diciendo que es sobre un ladrón de medio pelo que debe comandar un ejército de hormigas para salvar al mundo de un maniático, y de paso pagar la manutención de su hija chiquita, no estaría muy lejos, sin embargo no suena a una de superhéroes. Esta dualidad le da a la película la oportunidad de cruzar géneros, tarea difícil si las hay, asumiendo riesgos de los cuales sale muy airosa por virtud de dos hombres en especial: el realizador Peyton Reed, quien se anima a un género que no le es propio, y el trabajo de Paul Rudd en su doble función de co-guionista y actor principal. Rudd ha logrado dominar uno de los vicios más difíciles para los actores cómicos: la tendencia a abusar de los recursos en los cuales se sienten más cómodos. De este modo, su Scott Lang / Ant Man no es divertido, gracioso o payasesco, sino que vive situaciones y diálogos que causan gracia, son divertidas y por momentos arrancan carcajadas, sin que por ello se traicione la “mitología marveliana” en términos de ciertas dosis de oscuridad por la que atraviesan sus criaturas.

Ant-Man: El hombre hormiga” es una grata sorpresa. Sobrevive a sus orígenes literarios de menor calidad, y sube la apuesta para seguirla en la próxima.

Obviamente, a quedarse hasta el final de los créditos que vienen con yapa.