El hombre duplicado

Crítica de Juan E. Tranier - La mirada indiscreta

El beso de la mujer araña

En la mitología del Japón antiguo, en el período Edo más específicamente (también conocido como periodo Tokugawa, que va de principios del siglo XVII a fines del siglo XIX), existía una criatura conocida como Jor?gumo que, según algunos relatos, es una araña que puede cambiar su apariencia en la de una mujer seductora. Según la leyenda, cuando una araña posee 400 años de antigüedad, gana poderes mágicos. En muchas de estas historias, Jor?gumo cambia su apariencia en una hermosa mujer para pedir a un samurai de casarse con ella, o toma la forma de una mujer joven con un bebé. El mito de la mujer araña se repite en diversas culturas a lo largo de la historia y siempre se la asocia con cierta idea de seducción, de misterio, y el símbolo funciona porque encierra también la idea de “voracidad sexual” de la mujer (nunca mejor aclarado, en referencia a las telarañas).

Este concepto, ligeramente misógino, se pone de manifiesto, de manera indirecta (o no tanto), en Enemy, la última película de Dennis Villeneuve (Prisoners, Incendies), corporizándose en las fantasías y pesadillas paranoicas de Adam (Jake Gyllenhaal), un atribulado profesor de historia cuya soledad se va tornando cada vez más insoportable hasta que descubre en una insípida y anodina película su doble exacto. Un doble que le permite la posibilidad de vivir otra vida, una especie de forma de escape. Pero este doble (Anthony, también interpretado por Gyllenhaal), que está casado con una joven y bella mujer que espera un hijo suyo, también ansía, secreta y oscuramente, evadirse de su propia realidad, recurriendo a extraños lugares de prácticas sexuales voyeuristas. Es así que el encuentro con Adam los pone a ambos frente al dilema de intercambiar sus vidas, con sus respectivos problemas y consecuencias.

Basada libremente en la novela El Hombre Duplicado (2002) de José Saramago, Enemy, de Villeneuve, consigue dar con un relato sofisticado, cargado de simbolismos y, sin ser pretenciosa, ser una película austera y sanamente ambiciosa a la vez. Una película cuyo contexto o escenario es tan o más importante que sus personajes. En este caso, la ciudad, siempre omnipresente, en constante construcción y brumoso e imparable avance, virando su morfología rápidamente hacia la arquitectura contemporánea (metal, vidrio, materiales plásticos: edificaciones despersonalizadas), puede generar en el individuo algún tipo de reacción claramente relacionada a la angustia. Dice Michel Houllebecq al respecto: “la arquitectura contemporánea, que alcanza su nivel máximo en la constitución de lugares tan funcionales que se vuelven invisibles, es transparente. Puesto que debe permitir la circulación rápida de individuos y mercancías, tiende a reducir el espacio a su dimensión puramente geométrica, (…) dando lugar a sentimientos de alienación” (El mundo como supermercado, Interventions, 1998).

De esta manera, la ciudad, que se despliega y crece en ciernes sobre Adam y Anthony, no es otra cosa más que una enorme telaraña que se ha hecho tan grande que ni ellos mismos pueden vislumbrar su comienzo o su fin. Tal es así, que es probable que hayan estado dentro de esta trampa desde el momento mismo de su nacimiento. Y todos los presagios que se irán sucediendo (la madre que confunde de manera deliberada la identidad de los dobles, la amante de la cual nunca se tendrá en claro qué siente, la futura madre, temerosa y demandante, las persistentes alucinaciones) no harán más que reafirmar lo que los personajes siempre temieron: que jamás estuvieron ni estarán fuera de esa monstruosa telaraña.