El hombre duplicado

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Los muertos también se ponen tristes

Un hombre mira una película en la soledad de su departamento y descubre que un personaje lateral de la historia, un botones, está interpretado por un actor idéntico a él. Pero lo interesante es la manera en la que advierte el parecido. El hombre está soñando: sueña con una escena de la película que acaba de ver en la vigilia y alcanza a identificar, como en una revelación, su propio rostro en un costado del plano, debajo del gorro de rigor que lleva el empleado de un hotel. El hombre se levanta sobresaltado de la cama y se precipita sobre la computadora para verificar el hallazgo. A partir de ahí no puede menos que lanzarse a una investigación febril ¿Quién es ese actor? ¿Dónde vive? ¿Qué hacer con él? El protagonista de El hombre duplicado es un apagado profesor de historia, vive solo y es visitado cada tanto por su novia, una chica bellísima con la que tiene un sexo no demasiado satisfactorio. El profesor no le comunica ni a su mujer ni a sus colegas el descubrimiento, y empieza a dedicar sus tardes primero a rastrear al actor y a seguirlo después, como un enamorado. La película podría ser una comedia, sino fuera porque el horror del protagonista ante la comprobación de la existencia de su doble destila una angustia que se replica en la frialdad de los planos, en el trámite anémico de los diálogos y, sobre todo, en la cara de idiota de Jake Gyllenhaal (mandado a hacer para el papel). La vuelta de tuerca es que todo lo descripto, bien examinado, tiene también una cuota innegable de comicidad, como si el director se hubiera decidido a jugar todo el tiempo a dos puntas, quizá a la expectativa de ver con cuál de las dos le va mejor. Lo primero que salta a la vista es que las chapucerías previas más o menos simpáticas del señor Villeneuve –esos manotazos trabajosos mediante los que intentaba convencernos a toda costa de que el suyo es un cine que “toma riesgos”– no nos habían preparado ni por asomo para una película tan divertida e intrigante como esta. El hombre duplicado ofrece un régimen de imágenes depuradas, en cierto modo elegantes, casi perfectas. Detrás de cada encuadre se advierte con facilidad la mano de un director seguro, cuya idea del cine es la de que cada plano sea capaz de concitar un interés autónomo, al margen de su competencia narrativa, como se ejemplifica en esos paneos incongruentes donde se ve la ciudad envuelta en brumas desde la altura: la clase de cosa que anuncia a gritos la presencia de lo que antes se llamaba un autor, y que el director canadiense parece querer encarnar con un desapego que se hace pasar por refinamiento. Pero lo más sugerente en la película es que detrás de esa enfermedad apolínea por el control se alcanza a oír, como si fuera una amenaza, o un canto de sirenas que llega para seducirnos demasiado temprano, un coro de risas que parece hablarle directamente al espectador. En algún punto, es difícil darnos cuenta de si la película es o se hace. Es decir, si su responsable es un plomo pagado de sí mismo o un comerciante astuto, que trafica una bomba de tiempo con la marca Clase B escrita en clave, amorosamente envuelta en un celofán indie-qualité. Lo que podemos saber con alguna certeza es que Villeneuve tensa las cuerdas de una especie de thriller existencial, no muy convincente como tal, que rueda entre el disparate y la emoción surgida de la historia de un hombre a merced de su locura, en una ciudad vacía que en cualquier esquina es capaz de devolverle, como un frontón, el eco helado del desarraigo. El protagonista es el último hombre, el que ya no tendrá nunca una carcajada, ni la posibilidad de una vida dichosa. El hombre duplicado es terminal en la ambigüedad de su postulado (no hay vida, porque no hay felicidad; o eso que llamamos felicidad no existe, solo tenemos la vida) y cada escena parece conducir progresivamente a un desenlace fatal. Pero también es una película que se disfruta con esa fascinación insensata con la que nos entregamos a la contemplación de un mecanismo extraño, con toda probabilidad hecho para no durar, cuyo funcionamiento no termina de resultarnos familiar. El hombre duplicado es también una película que anuncia el fin del mundo, o la historia de un hombrecito gris, un muerto que camina, que solo cae en la cuenta de su situación cuando se ve enfrentado a su propia sombra, el reflejo que lo mira desde un rostro ajeno.