El hombre del futuro

Crítica de Marcelo Cafferata - El Espectador Avezado

“EL HOMBRE DEL FUTURO” tiene, fundamentalmente, todos los méritos que suelen tener aquellas óperas primas que tienen claro lo que quieren contar.
En este primer trabajo de Felipe Ríos se conjugan la madurez, la sensibilidad y una mirada despojada de cualquier artificio, que justamente suelen asomarse en estos primeros trabajos que tanto llaman la atención y que así lo confirma su paso exitoso por los diferentes festivales en donde se ha ido presentando, ganando el Premio Especial del Jurado en el Festival de Karlovy Vary y con muy buena repercusión en el Festival Internacional de Mar del Plata y en el SANFIC –Santiago, Chile.
La historia tiene su centro en Michelsen (José Soza), un camionero de oficio, solitario, que ha recorrido durante toda su vida la zona más austral de Chile. Ahora le asignan su último viaje, en el cual llegará hasta Villa O’Higgins como destino final y será el viaje que signifique el escalón previo a una jubilación forzada a la que ha sido obligado, casi inesperadamente.
Con lo cual, este último viaje es el último pero en más de un sentido, donde se ha presente más que nunca el juego de palabras que puede entablarse con el título del film. A medida que Michelsen emprende este viaje, construye, sin saberlo, intuitivamente, su propia mirada hacia el futuro, completamente incierto e imprevisible. Pero, en las antípodas del relato, aparece Elena (Antonia Giesen) quien también emprende su propio viaje, yendo hacia una pelea de box bastante decisiva en l etapa en la que se encuentra en su carrera profesional.
Si bien ambos viajan hacia el sur, cada uno de ellos lo hace con motivaciones y en contextos completamente diferentes y la trama se encargará de entrecruzar estos cuando justamente Elena suba a un camión pidiendo ayuda, que la acerquen a la próxima ciudad y un compañero de ruta de su padre entable ese potencial contacto, haciendo de puente invisible para con su pasado. Un encuentro revelador, y aunque no lo supiesen, muy deseado por ambos –aun con sus diferentes motivos y preocupaciones-.
Un encuentro que busca resignificar ese vínculo padre-hija y que a su vez, fortalece las raíces con la propia historia y sus propios ancestros, tal como se muestra en una reveladora escena en el cementerio donde van a visitar la tumba del padre de Michelsen, abuelo de Elena. El sentido de viaje también puede encontrarse en la búsqueda y la construcción de la propia identidad como motivación de cambio, de poder comprender el sentido del lugar que se ocupa en el presente, entendiendo también el origen y jugando con la temporalidad que propone el título.
La ópera prima de Ríos gana en esos climas tan cercanos a un cine como el que impuso a principios de los 2000, Carlos Sorín con sus “Historias Mínimas” o “El Perro”.
Ese cine que busca refugio y encuentra acogida en estas pequeñas historias que quizás no se expresan en ampulosos diálogos ni grandes giros del guion, sino en los pequeños detalles y en encontrar historias de vida en personajes que se asemejen más a nuestro cotidiano.
En ese mismo tono, esta propuesta de Felipe Ríos si bien no propone algo novedoso porque es una estructura ya visitada por otros jóvenes cineastas en otras producciones, encuentra eco tanto en una exquisita fotografía como en esa potencia que enmarca las dos silenciosas pero contundentes actuaciones a cargo de Soza y Giesen que se amalgaman en una química perfecta para lo que la historia les demanda.
Ese hombre de pocas palabras llegar a revelar en un breve diálogo todo lo que le ha sucedido en su vida, lo que significó su trabajo y lo que significó para él esta particular forma de paternidad ausente.
Del otro lado, casi asombrada, o sin poder procesarlo tanto como ella creía, una hija que obviamente hubiese necesitado otro modelo de padre, pero que puede tomar lo que él hoy le ofrece, con vistas a una nueva construcción de ahora en adelante, con la mirada puesta en el futuro.
Ríos apuesta a una construcción silenciosa más que a grandes diálogos, a tratar de encontrar en una gestualidad contenida aquello que se quiere comunicar, trata de poner en la fuerza de sus imágenes todo lo que significó para cada uno de ellos esta historia de una distancia, de un tiempo que ya pasó y lo que podrán hacer de ahora en adelante, con miras hacia el futuro que pueden empezar a construir juntos.
En ese momento es quizás donde “EL HOMBRE DEL FUTURO” se quede sin demasiado más para aportar que lo ya contado y que cada uno de los espectadores pueda seguir pensando qué destino le quiere dar a los personajes.
Para cumplir con esto, se aparta fuertemente de cualquier sensación idílica, de cualquier estereotipo de los happy endings hollywoodenses y construye un cierre quieto, como todo el resto de su película, amparado en ese paisaje que al mismo tiempo que contiene, expulsa.