El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Tratado sobre la violencia épica

Tenía que pasar. No sólo el final de la trilogía en la que Peter Jackson convirtió a “El Hobbit”, sino el estallido de la bomba jacksoniana en toda su potencia. Cuando en estas páginas comentamos las anteriores entregas de esta saga, hablábamos de “desmesura” y “expansión”, en contraste con la contrición que conllevó “El Señor de los Anillos”. Y esta tercera entrega le permite “irse de mambo” en el mejor sentido de la expresión.

Situémonos en la historia: estamos en el momento en que el Profesor de Oxford le imprime al relato un giro inesperado: quizás a la manera de esos cuentos que los adultos dilatan con vericuetos hasta que los niños se duerman, en este punto el temible dragón Smaug deja a la compañía de enanos (más Bilbo) en la Montaña Solitaria, para cargar contra la Ciudad del Lago (alguien podría decir que el gran mitógrafo recurrió en sus dos obras mayores a formas narrativas novedosas).

Así, el principio nos lleva al enfrentamiento de Smaug con el arquero Bard (descendiente de aquel que lo hirió antaño). Y ahí se acaba el villano para desplazar el rol hacia Azog el Profanador (y su hijo Bolg). Los hombres salvados por Bard quieren las riquezas prometidas para reconstruir la ciudad de Dale (Valle), y el rey elfo Thranduil reclama unas gemas largamente esperadas. En eso están las tres razas antes de la contienda mayor, cuyos motivos están aquí mejor explicados, a partir de la subtrama del “Nigromante” (que Tolkien expuso en el principio de “La comunidad del Anillo”): el accionar de Gandalf, Galadriel (luminosa y temible, como nunca la vimos), Elrond y Saruman revelará su identidad y la de sus nueve secuaces.

Algún ortodoxo se quejará de la subtrama reservada a Kíli y Tauriel, pero tal vez sea la mejor invención de Jackson y sus coguionistas (después de la propia Tauriel como personaje agregado). Una de las tareas del neozelandés ha sido darles vida individual a personajes que son a veces “devorados” por el legendarium como un todo viviente.

En movimiento

Ya hemos expresado largamente al comentar los episodios previos la brillante puesta visual (marcada por el diseño conceptual de Alan Lee y John Howe): brillante por la luz y los colores en los que crece la fotografía, en ajuste con las cámaras que filman en 3D a 48 cuadros por segundo (y al retoque digital de color); la luz nocturna recuerda más a escenas oscuras como las de “Las dos torres”.

Y ya que nombramos a “Las dos torres”, con su Batalla del Abismo de Helm, vale decir que aquí (seguramente con una ayudita tecnológica) se lucen más los movimientos coreográficos de los elfos, contra la áspera marcialidad de los enanos y la organizada brutalidad de los orcos.

A ese exceso nos referíamos en el comienzo: de las batallas mano a mano al choque colectivo, buena parte del filme es un tratado sobre las formas épicas de la violencia (y el coraje). Pero también sobre el devenir a una conciencia elevada de los orgullosos como Thorin y Thranduil, de la participación del modesto Bilbo en ese tránsito, de la lealtad a los sentimientos de Tauriel (y de Legolas); y de mucho más, que nos sería imposible abarcar aquí.

Encarnados

Martin Freeman vuelve a ponerse a Bilbo al hombro, pero esta vez le toca perder protagonismo a manos de un oscuro Richard Armitage como el atribulado Thorin, luchando con sus propios fantasmas. Y de Evangeline Lilly, la belleza pelirroja capaz de dotar a su Tauriel de toda la humanidad de la que una elfa es capaz.

Lee Pace luce ideal en la piel del gélido y soberbio Thranduil. Luke Evans no encarna mal a Bard, pero el representante de los hombres genera menos empatía que los de otras razas. Como el sabio Balin, el buen anciano enano encarnado por Ken Stott; o el querible (y querido) Kíli, con la facha de Aidan Turner (un metrosexual, para los estándares de su raza). Dean O’Gorman como el fiel Fíli y Billy Connolly como Dain completan el cuadro de honor de los enanos.

Del otro lado, Manu Bennett está debajo de la digitalizada piel de Azog, con largos parlamentos en una lengua negra, mientras que John Tui hace lo propio con Bolg, más dado a la brutalidad que a los discursos. Benedict Cumberbatch está detrás de las procesadas voces del dragón y del Nigromante. En el medio, Ryan Gage como Alfrid descomprime con su rol bufo.

Ian McKellen como Gandalf, Hugo Weaving como Elrond y Christopher Lee como Saruman tienen simplemente que aparecer para ser los personajes que ya quedaron en el inconsciente colectivo. Diríamos lo mismo de Cate Blanchett en su rol de Galadriel, si no hiciese crecer aún un poco más a la hija de Finarfin. Y otro tanto de Orlando Bloom en el cuero de Legolas: a fin de cuentas, el elfo aventurero era un muchacho con sentimientos.

Termina así la fiesta tolkieniana, con toda la pirotecnia. A menos que a Jackson se le ocurra filmar “Los hijos de Húrin”... pero ya sería otra historia.