El hijo de Saul

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

Una ópera prima imposible de ignorar, cuyas maniobras formales impiden explicar las razones de su secreta trivialidad

Plano general fijo y desenfocado. El sonido se impone. A la izquierda del cuadro se oyen gemidos. Tal vez dos prisioneros están teniendo sexo. Es una insinuación. Una figura va adquiriendo nitidez a medida que se acerca y quede frente a cámara. Es Saúl, el rostro permanente de la película. Inicio de un programa estético, un solo objetivo ético. ¿Cómo filmar la conciencia enajenada de un Sonderkommander durante el mes de octubre de 1944 en Auschwitz? También: ¿cómo inseminar rápidamente la percepción misma a los cómodos observadores sentados en el cine?

El minimalismo narrativo de El hijo de Saúl se circunscribe a un núcleo conflictivo casi excluyente. Después de una ronda en la que los prisioneros pasan por la cámara de gas, un adolescente sobrevivirá a la aniquilación planificada. Saúl cree ver en él a su hijo. Rápidamente, un oficial nazi se encargará de completar su paso al otro mundo. Saúl se las ingeniará entonces para que no lo incineren y sentirá la obligación de darle una sepultura digna bendecida por un rabino. Obsesión y alucinación, ya que todo indica que esa víctima no es su hijo y que cumplir con esa misión secreta es, como mínimo, delirante. En Auschwitz no había tiempo alguno destinado a la piedad. Sin embargo, Saúl buscará a un rabino e intentará escapar con el cuerpo que descansa en la “morgue”.

Si bien el film presenta una segunda subtrama, ligada a las admirables actividades de la resistencia de algunos prisioneros en Auschwitz, al joven director László Nemes, alguna vez asistente de dirección de su compatriota Béla Tarr, le interesa más la intensificación perceptiva de la enajenación de la conciencia de su protagonista que aquello que él percibe; el efecto del horror y no su plasmación y su representación.

En efecto, las actividades de estos prisioneros judíos de elite en el campo de concentración apenas se ven, menos todavía se sabrá algo de ellos. Saúl desviste a los judíos sin privilegios, revisa si tienen valores en los bolsillos, los lleva a la cámara de gas, luego arrastra cuerpos muertos y baldea para limpiar la sangre. La mecánica de los actos es el terror, pero la mirada se fija en la alteración de la conciencia de Saúl. El oído incorpora a los otros. Hay un pasaje temible vinculado a la cámara de gas, en el que la abyección del exterminio arrasa nuestros oídos.

El gran dilema de Nemes consiste en cómo equilibrar el sujeto de la conciencia y aquello que se representa en la conciencia que es su objeto, aquí una multitud de judíos asesinados en la fábrica de la muerte más luctuosa del Holocausto. El dispositivo lleva a desplazar la atención a Saúl y a esperar el éxito de su misión trascendente de enterrar a su hijo, y, por consiguiente, a “desentenderse” de las víctimas, que parecen interpretar un papel colectivo y secundario. Involuntaria psicosis infligida al observador, que pierde de vista el genocidio y se sitúa en una zona nebulosa sin Historia.

Que el desenlace haya incitado a lecturas alegóricas es la prueba de un fracaso no confesado. O, dicho de otro modo, la depurada percepción del mal no lo conjura, más bien habilita una anómala y sospechosa esperanza apoyada en una fe sin fundamento a la que se alude a través de la única sonrisa que se verá en toda la película.