El hijo de Saul

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Tan imponente como manipuladora

Desde que se estrenó en la competencia oficial del último Festival de Cannes (donde terminaría consagrándose con el Gran Premio del Jurado y varias otras distinciones), esta ópera prima del húngaro László Nemes generó una apasionada polémica cinéfila (e ideológica) entre quienes la consideraron poco menos que una obra maestra y aquellos que la encontraron demasiado virtuosa, estilizada y manipuladora (abyecta fue el adjetivo más utilizado por sus detractores).

Casi diez meses han pasado desde entonces y hoy esta nueva aproximación al Holocausto no sólo ganó decenas de otros galardones (incluido el Globo de Oro), sino que también es la gran favorita a quedarse el próximo domingo con el Oscar a mejor película en idioma no inglés.

El espectador podrá fascinarse o indignarse con El hijo de Saúl, pero ninguna decisión de Nemes es casual, antojadiza o caprichosa, desde el uso de una pantalla inusualmente angosta hasta los encuadres, la decisión de rodar en 35mm y no en digital o cada detalle del diseño de producción.

La película narra las experiencias de Saul Ausländer (notable trabajo de Géza Röhrig), miembro del Sonderkommando, un grupo de judíos (prisioneros, pero con ciertas ventajas comparativas respecto del resto) que en 1944 trabaja para los oficiales nazis en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Saúl utilizará todos los recursos a su alcance para esconder el cuerpo del que probablemente sea su hijo y ubicar a un rabino que pueda darle un funeral con los rituales judíos. Si bien la historia está contada con un riguroso sistema narrativo (planos secuencia con cámara en mano pegada al cuerpo o al rostro del protagonista en la línea del cine de los hermanos Dardenne con un notable uso del fuera de campo y del sonido), las escenas en las cámaras de gas, los fusilamientos masivos, las fosas comunes y los cadáveres apilados conforman una película sobrecogedora y extrema.

Audaz para algunos, oportunista para otros, Nemes sabe qué quiere contar y cómo hacerlo. La película es imponente, poderosa y vertiginosa, aunque también por momentos demasiado manipuladora, con ciertos golpes bajos hacia un espectador que a esa altura ya es una suerte de rehén del talentoso director.

El joven realizador húngaro apela a un seductor despliegue visual (la puesta en escena es descomunal) no siempre de la mejor manera, y es probable que ciertos sectores del público salgan fascinados o irritados por una propuesta moralmente ambigua. En definitiva, una película que no sólo por su tema (mucho se ha escrito sobre las maneras de representación del Holocausto), sino también por su forma dará que hablar (y discutir). Mucho más si, como se prevé, dentro de pocas horas Nemes levanta la estatuilla dorada de la Academia de Hollywood.