El hijo de Jean

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

En busca de la figura difusa del padre.

El film de Lioret hace de las relaciones interpersonales el eje de la mayoría de sus aciertos. Y es un ejercicio eficaz en un género cinematográfico usualmente no admitido como tal: el drama del descubrimiento sobre las raíces y la identidad.

Por cada cosa sugerida hay otra expresada explícitamente en El hijo de Jean, nuevo largometraje del francés Philippe Lioret (Welcome) rodado en gran medida en Canadá y con una porción mayoritaria del reparto de origen québécois. La gran excepción es el propio protagonista, el también galo Pierre Deladonchamps (el joven curioso de El desconocido del lago), que en la piel del parisino Mathieu debe cruzar el océano para conocer ciertos detalles de su origen hasta ese momento desconocidos. Es un llamado telefónico el que lo pone sobre aviso acerca de la muerte de su padre biológico, a quien no ha visto en toda su vida y que, según los dichos de su madre –fallecida tiempo atrás– fue el origen de un intenso y breve amor que terminó creando imprevistamente una nueva vida. El viaje no tendrá como fin esencial la asistencia al funeral, pero abrirá la posibilidad de conocer algunos datos específicos sobre el padre y encontrarse con sus dos hermanastros, completamente ajenos al conocimiento de su existencia.

Una vez en Montreal, Mathieu entrará en contacto con Pierre Lesage (el actor Gabriel Arcand, hermano del famoso realizador Denys Arcand), gran amigo de su padre y compinche en aquel viaje a Europa unas tres décadas atrás. Origen del primero en una serie de conflictos, el hombre –un médico clínico de pocas pulgas– no quiere saber nada con perturbar la vida de los hijos del difunto, puntapié inicial para una película que hace de las relaciones interpersonales y las emociones que estas convocan el eje de la mayoría de sus aciertos. El propio Mathieu está separado de su esposa, aunque la relación con su hijo pequeño es todo menos lejana, elemento que se convierte rápidamente en una de esas cosas dichas, quizás demasiadas veces, para confrontar y cotejar unas y otras paternidades. El tono elegido por Lioret para adaptar la novela de Jean-Paul Dubois en la cual se basa se acerca por momentos a las de esos telefilms de antaño, donde cada escena se encadena con la siguiente para acercarle información al espectador con métodos claros y concisos, de manera de poder bosquejar diáfanamente un perfil psicológico de cada personaje.

En esa misma dirección, varios de los personajes secundarios parecen construidos de forma algo esquemática, simples reflejos invertidos de todo aquello que Mathieu no es y nunca será. Por el contrario, varias secuencias confían en los gestos y miradas y evitan el exceso de diálogos como único medio de avance narrativo. Sobre el final, una vuelta de tuerca hará que casi todo lo que se había visto y oído cambie radicalmente de sentido, coronada por una delicada muestra de agnición que no necesita de subrayados para lograr la emoción buscada. En última instancia, el film de Lioret es un ejercicio moderadamente efectivo en un género cinematográfico usualmente no admitido como tal: el drama de descubrimiento sobre las raíces y la identidad.