El grillo

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

El canto de los frágiles

A contramano de la tendencia reciente del cine cordobés a poner en escena a jóvenes que se inician a la adultez, El grillo –primer largo ficcional de Matías Herrera Córdoba– presenta a tres personajes de mediana edad estancados en una crisis o paréntesis vital. Mecha, Holanda y Gabriel pasan el comienzo del verano en una casa, conversando, comiendo y descansando. Mecha, la dueña de casa, no puede superar la muerte de su marido, vinculado al mundo del teatro, cuya ausencia se siente todo el tiempo en el hogar. Holanda es una actriz amiga cansada del oficio que se instala para repasar el monólogo de una obra de pronto estreno, y Gabriel un jardinero que dona su esperma para juntar plata y con quien Mecha tiene un amorío casual.

La inclusión del teatro en El grillo (como tema, como universo, como procedimiento, como visión del mundo) es fundamental, al punto que teatro y cine aparecen como entidades entrelazadas, inseparables, en comunión: ya desde el homenaje a Héctor Grillo, vinculado a la casa del filme y a quien está dedicada la cinta, hasta la carrera escénica de sus actores (Galia Kohan, María Pessacq y Martín Rena), que sugieren una generación teatral-cinematográfica y un estado de cosas o condición actual de ser artista en Córdoba.

“Yo me adapto a cualquier lugar”, dice la nómade Holanda, y agrega con escepticismo: “Ya no me interesa ni el teatro ni el cine, se olvidan de la fragilidad. Ya no hay personajes. Ya nadie hace teatro”. Su aparición en escena la hace recitar: “¿Para qué tanto papel glacé, teatro, drama, comedia? Pa’ qué tanto cine?”. El grillo impone angustia, gravedad e incertidumbre allí donde otros proponen puro entusiasmo, pero el propósito es noble: quitar las cenizas del pasado y buscar una nueva identidad.

El patetismo del filme no implica cine hecho teatro o un tono solemne o pretencioso (sus riesgos más inmediatos), aunque al final ese equilibrio se tambalea en su forzada resolución dramática y en tres monólogos virtuosos pero un tanto artificiosos que sus personajes entonan acostados.

Con El grillo, Herrera Córdoba afianza su personal pulso cinematográfico al unir de manera arriesgada dos planos, el formal –el mismo detallista e inspirado que emergía sólido en Criada y que aquí permite redescubrir una ensalada, un alambre de púa, la lluvia en un patio– y el textual, igual de puntilloso: es a través de los diálogos y soliloquios de los personajes que se exponen las capas del filme, el cual amerita más de una mirada y una lectura. Al igual que su poética doméstica hecha mundo, El grillo expande su interior turbio y desconsolado hacia múltiples direcciones, así como un grillo hace sonar su canto en todas partes y en ninguna.