El gran simulador

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

El azar como aliado

De un documental sobre el veterano ilusionista René Lavand –conocido por su talento para engañar con elegancia manipulando naipes con su única mano– tal vez podían esperarse imágenes de casinos, clubes nocturnos y glamorosas fiestas, con el alcohol, el dinero y las anécdotas oscuras en primer plano. Pero (aunque vino e historias no faltan) nada más lejos que eso en este entrañable retrato del artista, en el que Las Vegas es reemplazada por Tandil y el exitismo por las reflexiones y expresiones de un hombre sabio.
La presentación del film, con letras que se dan vuelta como cartas y una graciosa música de fondo, ya deja en claro que el tono no será ceremonioso. Después iremos conociendo de a poco a Lavand en su idílico refugio tandilense junto a su mujer, mientras revisan fotografías y antiguas grabaciones, recuerdan viajes, reciben a algún amigo y a un discípulo, o, simplemente, desarrollan sus actividades cotidianas. En tanto, en distintas circunstancias, afloran confesiones que lo muestran más que hábil como narrador, jovial a sus ochenta y pico de años, culto (nombrando al pasar a Miguel Angel, Picasso, Manzi, Yupanki, Homero Expósito) y, como siempre ha sido, seductor en la conversación y el trato con sus interlocutores (salvo cuando insisten en llamarlo por teléfono confundiendo su casa con una empresa de remises). Rasgos que, seguramente, le permitieron ganar fama y prestigio mientras iba buscando, como él mismo dice, “un estilo, una personalidad”.
El gran simulador va entregando dosificadamente algunos datos, prefiriendo dejar afuera otros (nada se dice sobre su familia, por ejemplo). Entonces, el artista refinado que muestra su colección de bastones o se aprecia en las incontables presentaciones televisivas en distintos países y épocas, se encuentra con el hombre sencillo que visita al médico o se fastidia por las demoras del correo en traerle una encomienda. En este sentido, el director es respetuoso y fiel a la figura pública, sabiendo que Lavand es un digno exponente de cierto tipo de argentino (caballeresco, cordial, experimentado, pícaro) en extinción. “Las cartas son rituales antiguos y misteriosos” sostiene el maestro, y lo enigmático de su profesión asoma sin que ese halo que lo rodea sea remarcado por la música o alguna toma fuera de lugar.
Otra de las posibilidades que brinda este documento es la valoración del esfuerzo personal ante la adversidad o, mejor aún, el aprovechamiento de lo que el destino puede depararle a una persona: “Yo tenía la ventaja de tener una sola mano”, dice Lavand en un momento, tranquilo, despertando naturalmente admiración. La última pregunta que se le hace, que por razones obvias no develaremos aquí, deja planteada la inquietud ante el azar, no ya en el juego sino en el rumbo de la vida de una persona.
El gran simulador es, sin dudas, el mejor trabajo de Néstor Frenkel (1967, Buenos Aires) hasta el momento. Como en Construcción de una ciudad (2007) y Amateur (2011), vuelve a encontrar ficción en personas y hechos reales, en este caso excluyendo guiños cancheros. Incluso se beneficia con la capacidad natural de Lavand como actor (recordemos su participación en la película de Adrián Caetano Un oso rojo, donde en una escena le clavaban un cuchillo en la mano), haciéndole leer textos elocuentes e incluso dramatizando uno de esos relatos. En el director sigue habiendo, además, un sincero interés por las construcciones (por algo se detiene tanto en la casa que habita Lavand en pleno bosque, con ascensor incluido) y por el rescate de personajes curiosos que pueden encontrarse en el mal llamado interior de nuestro país, sobre todo por aquéllos que saben reinventarse, escapar de las convenciones y abordar la vida de otra manera, como un juego o un desafío.