El gran simulador

Crítica de Adolfo C. Martinez - La Nación

Aplaudido por los públicos más heterogéneos del mundo, René Lavand es un ilusionista especializado en cartomagia que realiza sus tareas con la única ayuda de su mano izquierda, ya que perdió la derecha, siendo un niño, durante un accidente. Pero no se dejó apabullar por esta circunstancia y practicó desde sus primeros años el arte del más completo dominio de las barajas. Cuando aquí, en este documental que recorre parte de su vida en los escenarios y se detiene en aspectos personales de su existencia dice: "No se trata de que la trampa no se vea, se trata de que ni siquiera se sospeche", es imposible preguntarse si Lavand es un artista o un tahúr. El director Néstor Frenkel tomó a este personaje y lo convirtió en alguien que, con los recuerdos de su larga trayectoria y con acertadas pinceladas de humor, se transforma en el ejemplo de un retrato cálido e íntimo que por momentos pareciera abandonar su máscara y dejar ver lo más profundo de su alma.

Dentro de esta historia fluida Lavand recorre calles, dialoga con amigos, mantiene animadas charlas con su esposa y aparece, en escenas tomadas de sus actuaciones en los países más exóticos, como alguien al que la vida le dejó sin una mano para convertir a la otra en una increíble apuesta a lo mágico y a lo insospechado. El realizador tuvo la inteligencia de seguir el derrotero de Lavand en su existencia cotidiana, en su simpatía a flor de piel, en su alegría de ser alguien que sabe transitar un destino marcado por la adversidad que transformó en arte y en sonrisas. El film se convierte así en el profundo retrato de un ser querible, en una especie de embaucador que siempre deja atónitos a sus espectadores.

Frenkel tuvo en sus manos a un personaje encantador al que supo otorgarle una intensa poesía y una simpleza que lo convierten en alguien mágico, casi tan mágico como las piruetas que hace con su mano mientras los naipes aparecen o desaparecen o los dados se multiplican o se restan dentro de una simple taza de café. Todo en este film es verdad e ilusión y es, además, la necesidad de no dejarse vencer por la fatalidad para convertirla en un arte del que Lavand conoce con enorme soltura. Una impecable fotografía -los primeros planos de ese ilusionista son bellos cuadros que muestran arrugas siempre sostenidas por una mirada pícara-, y una música que va puntuando el trajinar de ese hombre son otros elementos dignos de destacar.