El gran hotel Budapest

Crítica de Paula De Giacomi - La mirada indiscreta

MAISON D’ ÉLÉGANCE

El Gran Hotel Budapest está compuesta por un relato dentro de otro, al mejor estilo de cajas chinas o las matrioskas, aquellas muñequitas rusas vacías por dentro que albergan otra muñequita y así sucesivamente; en tiempos diferentes y en capas que vamos desarmando de a poco, como si de una casa de muñecas se tratara. Frágil, delicada y siempre a punto de derrumbarse.

Y nos evidencia que las historias perduran a través del tiempo, ya sea en un libro, un monumento, en las paredes de un antiguo hotel, o en la oralidad misma. Y que Wes Anderson pertenece a esa vieja tradición de story-tellers, que no importa qué o cómo o de quién se trate, donde lo primordial es (siempre) contar una (buena) historia.

Gran Hotel Budapest es la historia de este monumento lujoso y escultural, un hotel ficticio alojado en un país imaginario que tuvo su gloria en los años treinta, en el período de entre guerras y que luego fue convirtiéndose en una ruina, aunque con algún destello de encanto que todavía conservaba. Un encanto burgués y aristocrático, decadente y elegante a la vez.

En primera instancia nos cuenta la historia un escritor (Jude Law interpretando la versión joven de Tom Wilkinson) a quién le llegó este relato de manera casual y durante una cena, por medio del señor Moustafa (F. Murray Abraham), el dueño del hotel, que en su juventud solía trabajar de botones allí mismo (el joven Tony Revolori) y era el aprendiz predilecto de Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), un delicado y pícaro conserje, amante de las mujeres más ricas y ancianas de Europa. Monsieur Gustave era un individuo respetuoso y educado, amante de la poesía y de los buenos modales, un dandy en toda su expresión pero, como muchos personajes del universo andersoniano, es alguien que anhela pertenecer a una clase social o a un grupo para el que no fue destinado a formar parte (recordar al personaje de Owen Wilson en Los Excéntricos Tenembaums, o al de Jason Schwartzman en Rushmore).

Monsieur Gustave y Zeta (Monsieur Mustafá de joven) se verán envueltos, a raíz del misterioso asesinato de una anciana (Madame D., amante de M. Gustave, interpretada por Tilda Swinton), en una serie de eventos desafortunados y disparatados. Casi como si de un cuento infantil de aventuras, pero para adultos, se tratara. Lo cual no quita que en este mundo ficticio, artificial e ingenuo, no exista la violencia, la malevolencia o la muerte. Pero estos elementos disruptivos están tratados con naturalidad, aceptados como parte constitutiva elemental del relato, sin restarle importancia pero sin devenir en algo que detenga el potente avance la historia, que todo se lleva puesto por delante. Incluido al espectador que, como en las mejores películas de Wes Anderson, se verá obligado a mirar varias veces la película para poder apreciar la totalidad del film.

Con una puesta en escena obsesivamente impecable: desde el vestuario y la escenografía, quiméricos pero exquisitos, con detalles casi imperceptibles y una música que encaja a la perfección, este director, con una lucidez inigualable, nos introduce en un añorado pasado lejano que, más allá de las luces, las riquezas y el arte (y por qué no, el declive y el deterioro), también está teñido por la guerra que añade un elemento triste, melancólico. Esto es, un toque de luctuosa realidad que, a pesar de todo, no logrará opacar ni el brillo ni la aventura.