El gran hotel Budapest

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Un recorrido por la decadencia disfrazado de fabula sin animales ni seres fantásticos

“Rushmore” (1998), “Vida acuática” (2004), “Viaje a Darjeeling” (2007), “Un reino bajo la luna” (2012)… Wes Anderson ha creado su mundo. Un universo paralelo al del resto del cine en el cual los colores desafían el equilibrio, el diseño cuestiona la geometría, y los objetos, fijos o móviles, pueden o no estar de acuerdo con la ley de gravedad, la física, o la cinética. Por carácter transitivo casi todos los personajes están mimetizados con este microcosmos, tanto en su forma “pastel” de vestirse como en la manera de caminar o hablar. Daría la sensación que el director se ha instalado en su propuesta tan contundentemente que sería difícil imaginarlo haciendo algo fuera de él. Cuando Tim Burton, en un registro conceptualmente parecido, intentó hacer lo mismo el resultado fue flojo (por ejemplo “El Planeta de los Simios” en 2001). Parecería que hasta los genios tienen sus limitaciones.
En los primeros tres minutos vemos a una nena en el presente llevando flores a la tumba de un escritor.
Elipsis a 1985. Este escritor (Tom Wilkinson) cuenta, como si estuviera en una entrevista, cómo llegó a escribir “El gran hotel Budapest”, basado en una experiencia personal en 1968.
Flashback. El escritor, más joven (Jude Law) se encuentra en ese hotel venido a menos con su actual dueño, Mr. Moustafa (F. Murray Abraham). El empresario de aspecto misterioso y costumbres humildes (en su hotel duerme en la habitación de servicio doméstico) le cuenta al escritor cómo llegó a ser dueño.
Flashback. Ahora sí, nos instalamos casi definitivamente en 1932. La introducción esta hecha. Cuando el Hotel Budapest era puro esplendor, boato, lujo y belleza estrafalaria, estaba manejado por Gustav (Ralph Fiennes). Gustav podía no tener gran popularidad pero era un conserje admirado y respetado por todos sus pares. Un verdadero líder que toma bajo su ala a Zero (el joven Moustafa interpretado por Tony Revolori), un inmigrante ilegal que sólo desea trabajar en el prestigioso lugar (sutil crítica a la xenofobia). Así conoceremos la curiosa forma que tomaron algunos acontecimientos para llegar a aquel presente del comienzo.
Wes Anderson maneja un humor planteado no desde el absurdo sino más bien de un insólito emparentado con algunos de los sketches que otrora habían creado los Monty Python para su show “Monty Python Flying Circus” en los ‘60. Un humor que siempre funcionó por contraste con la vida cotidiana a partir de la exacerbación de las acciones y reacciones. En todo caso el absurdo aparece como condimento importante, pero no esencial. La escena del intento de cavar un túnel para escapar de la presión sería un ejemplo brillante. Los otros elementos que componen la obra, también aportan lo suyo. En el mundo del realizador puede haber un azul furioso que se rompe con el plateado (vida acuática), o como en éste caso, el rojo muy vivo de las paredes de un ascensor molestado por el violetas de los uniformes (lo que sería para la vista si fuera en formato fílmico).
“El Gran Hotel Budapest” es ante todo un recorrido por la decadencia disfrazado de cuento de hadas o fábula sin animales ni seres fantásticos. Eventualmente uno sabe que todas las corridas, los viajes y las desventuras de los protagonistas terminan como aquel principio. Como es habitual, en el elenco aparecen figuras rutilantes de la pantalla que pueden aparecer veinte minutos o cinco segundos, pero cada uno aporta la figura y la sapiencia exacta pues hasta esas presencias están calculadas en forma milimétrica desde Bill Murray a Mathiew Amalric.
El cine de éste artista tiene la identidad suficiente como para enamorar a nuevos espectadores y cumplir con creces con los ya incondicionales seguidores. Su poderío visual cuenta con la ventaja adicional del contraste que se produce al salir de la sala y mirar la otra realidad, la de todos los días, esa que al minuto de transitarla dan ganas de volver a la butaca. Cuando se presenta un universo creativo de semejante magnitud sólo hay que dejarse llevar y disfrutar el viaje.