El gran Gatsby

Crítica de Laura Dal Poggetto - Función Agotada

No todo lo que brilla es oro

El Gran Gatsby, clásico de la literatura norteamericana del siglo XX, parecía el vehículo perfecto para la vuelta a la pantalla de Baz Luhrmann como director y Leonardo DiCaprio como su protagonista. Y durante la primer parte lo es: la Nueva York de los '20 retratada en la novela de Fitzgerald, con su incipiente vorágine por todo lo que fuera más grande, más rápido y más estruendoso es ideal para la puesta en escena ampulosa y el montaje frenético característicos del australiano. Un personaje como Jay Gatsby, es fácil especular, es la única razón por la que DiCaprio vuelve al papel de galán después de años de querer salirse de ese lugar. De sonrisa blanca, piel tostada por el sol del verano en Long Island y toda su "rubiez" acentuada por los filtros, su Gatsby es la quintaesencia del seductor misterioso.

Así se le presenta a un Nick Carraway de ojos grandes e impresionables (como cualquier recién llegado a la ciudad que estaba en plena campaña para constituirse en el ombligo del mundo), a cargo del más insípido que nunca Tobey Maguire. Carraway, después de todo, es simplemente un observador (a veces) participante; el narrador tanto en el libro como en esta adaptación, con su voz en off (en el) presente, recordando desde una institución psiquiátrica ese verano del '22 en que conoció a Gatsby. Carraway es el nexo entre la audiencia y el protagonista, y Luhrmann lo explota hábilmente en ese primer encuentro, cuando en una fiesta -de las tantas organizadas por el recluido personaje de DiCaprio- se devela a sí mismo ante Nick y nosotros con La Rapsodia en Azul de Gershwin sonando de fondo, fuegos artificiales a diestra y siniestra en un segundo plano, tratando de competir con el brillo de la sonrisa de Leo. Lo seduce a él y a los espectadores, mostrándole sólo un poco de su presencia y pidiéndole a su vecino (Carraway vive en una cabaña situada al lado de la mansión de Gatsby) que lo acompañe a la ciudad al día siguiente.

Nick sólo sabe de Gatsby lo que escuchó por rumores de conocidos y Jordan Baker (Elizabeth Debicki) la amiga de su prima Daisy Buchanan, quien vive del otro lado de la bahía: justo enfrente de su casa y la de Gatsby. Los rumores lo sitúan como universitario, nuevo rico, ex soldado y/o consejero de guerra, asesino, contrabandista y una lista tan interminable como las fiestas que organiza, en las que se esconde entre la multitud cotilleante. El elusivo Gatsby se encarga de dar (y mostrar pruebas de) su propia versión: graduado de Oxford, heredero de una fortuna y huérfano, veterano condecorado. Pero es su atropello por demostrar su pedigreé ante Nick lo que más nos dice sobre él, cuando asoma su vulnerabilidad detrás de las capas construidas por trajes caros y coches únicos en el mundo, hechos a medida sólo para él.

Por otro lado, así como Carraway es el nexo entre Gatsby y el público, también lo es entre él y su prima Daisy (Carey Mulligan) una chica de alta sociedad, una flapper glorificada, una antecesora de las fashionistas y party girls contemporáneas. También, una mujer (infelizmente) casada con Tom Buchanan (Joel Edgerton), quien tiene "dinero viejo", una mansión aún más grande que la de Gatsby, una afición por los caballos de polo y la mujer de su mecánico, Myrtle (Isla Fisher), con la que comparte un departamento en la ciudad.

Aunque Daisy y Gatsby comparten un pasado en común (antes que él fuera "el gran"), su historia es la de un amour fou, una obsesión por parte de él, con sus grandes gestos en pos de recuperarla, y el dejarse llevar de ella, aún a riesgo de perder todo lo que valora en su vida: el status y la seguridad que provee su marido.

Sin embargo, así como en Romeo + Julieta y en Moulin Rouge los personajes de Luhrmann son presos autoconscientes de sus deseos y su destino, que gritan, exclaman, casi aúllan, ante la impotencia por la incompatibilidad entre unos y el otro, en El Gran Gatsby los gritos dejan paso a los susurros escondidos entre el murmullo de las grandes fiestas del protagonista (no en vano Jordan dictamina que "las grandes fiestas son tan íntimas") y los departamentos secretos, durante el desarrollo hasta el momento del clímax.

Excepto por un primer reencuentro entre Gatsby y Daisy en el que el humor físico ligado a la torpeza y el nerviosismo (y también, la vulnerabilidad) de él ante la esperada presencia de ella, el segundo acto de El Gran Gatsby se torna tedioso. Luhrmann no ha sido nunca particularmente sutil - tal vez por eso, su afinidad al melodrama- y acá no es la excepción: las hojas caídas de los árboles vaticinan el otoño pero también el devenir del romance, la luz verde del muelle de la mansión de Daisy que Gatsby trata de alcanzar pese a que una bahía (y cinco años de separación) los aleja son elementos ya presentes en la novela y que Luhrmann enfatiza continuamente.

A su vez, las actuaciones de Mulligan como la ingenué que no se reconcilia con su verdadero deseo y la unidimensionalidad de Maguire sólo sirven para acentuar el buen trabajo de DiCaprio y de Edgerton como el "villano" casi de vaudeville (el personaje más repudiable dentro de un grupo no particularmente simpático).

Queda, eso sí, el disfrute del despliegue audiovisual elaborado por Luhrmann y su equipo. La música no ocupa el lugar preponderante que tenía en Romeo + Julieta, donde supo aprovechar el auge del remix y explotaba covers (era imposible no mover la patita en el asiento del cine con el de When Doves Cry o en plena fiesta de Young Hearts Run Free) y en el caso de Moulin Rouge fue el mash up, con su banda sonora como gran collage de la post modernidad pop (y escuchar el himno de la generación X, Teenage Spirit, al ritmo del can can), el anacronismo del pop contemporáneo en El Gran Gatsby funciona. Visualmente, el director pasa de los rojos y bordós, el art noveau y la bohemia parisina en la belle epoque de Moulin Rouge, para darle la bienvenida al art decó, los dorados y azules de los "locos años ´20" en Nueva York.

No es casualidad que ambas sean historias que ocurren en tiempos de paz post-guerra y (sin saberlo) de pre guerra, donde la euforia y el desenfreno son tanto económicos como culturales (todas las vanguardias se expandieron en ambas épocas), habiendo todos vivido ya en carne propia el no saber si va a haber un mañana.

Y para una buena parte de los personajes de Luhrmann, suele no haber un mañana. Los romances que dirige, sean adaptaciones literarias como Romeo y Julieta y ahora El Gran Gatsby o historias originales como Moulin Rouge, entran en la categoría clásica de tragedia: no tienen final feliz para sus protagonistas.